Pasar al contenido principal
CERRAR

El arte de juntar palabras, por Juan Carlos Garay

Hace pocos días puse el punto final de mi cuarta novela. La escritura tardó 17 meses y el texto (al menos la versión alcanzada en este momento) tiene casi 68.000 palabras. Pero aunque la historia ya está desplegada, estructurada por capítulos y coherente en su narración, todavía falta mucho para que esté lista su publicación.

Hace pocos días puse el punto final de mi cuarta novela. La escritura tardó 17 meses y el texto (al menos la versión alcanzada en este momento) tiene casi 68.000 palabras. Pero aunque la historia ya está desplegada, estructurada por capítulos y coherente en su narración, todavía falta mucho para que esté lista su publicación.

¿Cómo se escribe una novela? Quisiera que la frase “no tengo la menor idea” tuviera una connotación positiva, pero como no la tiene voy a intentar explicarlo, y de paso explicármelo a mí mismo. En “El escritor y sus fantasmas”, el autor argentino Ernesto Sábato expone un diagnóstico muy acertado. Dice que en el mundo del arte encontramos “la candorosa suposición de que en alguna parte existía un arquetipo del elusivo género novelístico … y que escritores naturalmente precarios tratan de aproximar mediante intentos más o menos rudos”.

Esa indeterminación termina siendo una ventaja. Cada vez que inicio una novela emprendo también un reto nuevo, una metodología nueva, un objetivo nuevo. Comienza como una idea pequeña y va creciendo en la mente. Tomo muchos apuntes, delineo algunos personajes y voy imaginando cuáles son las situaciones que tienen que vivir esos personajes. Entonces llega el momento en que me siento listo para comenzar la escritura. En mi caso, necesito saber dos cosas: el principio y el final. Lo demás, lo que va “en la mitad”, es sorpresivo incluso para mí mientras lo redacto. La escritura se vuelve entonces una aventura. Pero la razón por la que necesito conocer de antemano el final es porque me permite saber a dónde voy a llegar, así la carretera esté llena de recovecos.

Más que depender de la inspiración, la novela depende de la disciplina. Un poema se puede escribir en un día; una novela requiere de mucho más tiempo para que el autor pueda desarrollar todas sus complejas posibilidades. En cuanto al momento mismo de la escritura, cada escritor parece armarse de sus propios ritos. Unos lo hacen en horas del día mientras que otros prefieren la noche o la madrugada. Algunos lo hacen con música de fondo, otros necesitan el silencio. Sabemos de grandes narradores que escribían de pie (Thomas Wolfe), que escribían desnudos (Ernest Hemingway) o que escribían en piyama y acostados (Mark Twain).

Llegamos al momento en que se coloca el punto final. La novela está aparentemente terminada. Es el punto en que me encuentro en estos días. De alguna manera es un alivio, porque ya ha quedado en el papel (o en un archivo de Word) todo lo que antes existía solo en la cabeza. Pero soy consciente de que necesito una ayuda extra. La mía se llama Adriana Gómez, es editora profesional y ha revisado los manuscritos de todas mis novelas.

Adriana lee la novela aplicando una técnica que yo llamaría de “escepticismo literario”: no se deja envolver por la historia sino que está atenta a cualquier error, a cualquier imprecisión. Y va señalando aquellas partes que, a su modo de ver, son baches en la carretera, escenas factibles de ser mejoradas. Hace poco leí un libro muy interesante llamado “Cómo piensan los escritores”, del editor inglés Richard Cohen. Allí dice que existen dos tipos de correcciones: las que agregan cosas, porque sienten que la historia necesita más detalle, y las que quitan cosas, porque sienten que le historia debe llegar a lo esencial. Según mi experiencia, lo que está por venir es un equilibrio entre ambos ejercicios hasta llegar a la versión final de la novela, la que irá a la imprenta.

Pero la presencia de esa persona externa, el editor, es necesaria y vital. Al escritor, aunque pretenda tener el control de su historia, se le pueden escapar los detalles más absurdos. Lo sé desde que Adriana me señaló un error en el manuscrito de mi segunda novela. “¡Esto no puede ser!”, me dijo, y subrayó. La frase, originalmente decía:

“Y mirándolo a los ojos, le dijo…”

La leí una y otra vez y no entendí por qué ella decía que era incorrecta: las tildes, las comas, la sintaxis, todo estaba ahí. Cuando me di por vencido, me hizo caer en cuenta:

“Estás narrando una conversación telefónica”.

ETIQUETAS