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Clímaco Sarmiento: la muerte del primer guerrero

Por: Jorge García Usta Escena en un patio Clímaco Sarmiento entrecerró sus breves ojos de indio sabido, se levantó del sillón y se dirigió hacia la parte trasera de la casa, luego de advertirle al periodista: -Si vamos a hacer la foto, que sea en el patio.

Por: Jorge García Usta

Escena en un patio

Clímaco Sarmiento entrecerró sus breves ojos de indio sabido, se levantó del sillón y se dirigió hacia la parte trasera de la casa, luego de advertirle al periodista:

-Si vamos a hacer la foto, que sea en el patio.

Con sus resignados ojos zarcos, su última y definitiva mujer, Cristina Vega, lo vio atravesar el comedor con los lentos andares de su vejez, oyéndole decir:

-Mire, aquí hay de todo. Es un patio bueno. Como en los pueblos. Donde uno ha estado haciéndose y se ha vuelto hombre.

Diez años atrás, Sarmiento, el autor de canciones populares inmortales como “Pie Pelúo" y “La Vaca Vieja", era un hombre ágil, una especie de vaquero de pie ligero que igual tocaba en un gril selecto o se metía a los montes remotos a entusiasmar a campesinos con los dones de su clarinete. Ahora, lenta, muy lentamente, miraba os peladeros del desolado patio. de su casa en el barrio San Fernando, al suroriente de Cartagena. Al fin, avistó unas matas de plátano cuyas hojas estaban rayando por el acoso del verano y parecían refiladas por el cuchillo de un desocupado. “Es el tiempo", explicó, misterioso, Clímaco, y enseguida las enmanojó para apartarlas de un manotazo amoroso, como quien agarra pelos de yegua.

Entonces -siempre mirándolo todo- se situó delante de las matas y miró hacia la cámara de fotografía, con la resignación de un fusilado: los ojos extrañamente sosegados, las piernas tensas, el pecho combado por la respiración típica del asmático en receso.

En ese instante hizo rodar la mano derecha por la barriga, obedeciendo un viejo hábito de charlador de río y halló en el camino dos ojales sin botones.

El encanto se deshizo.

-¡Aguante! gritó.

-¡Aguante! -gritó otra vez-. Jefe, tengo la barriga asomada.

-Pero eso no importa maestro -sonó la voz del periodista. Parecía divertido.

Sarmiento entrecerró otra vez sus ojos.

-No, nada de eso. Después dicen que Clímaco Sarmiento no tiene botones.

Se reacomodó en su porte de fusilado, improvisó un poco de desacostumbrada solemnidad, y después se oyó varias veces el click de la cámara, volvió a arrugar la cara y se desabotonó la camisa sobre el pecho.

-Vamos pa’ dentro -dijo, y el periodista lo siguió, viendo cómo Sarmiento batía sus anchos pantalones de montar caballo o desgracia.

-Maestro y usted ¿por qué se puso delante del plátano?

Sarmiento puso la mano derecha en el borde de la puerta, los pómulos se le ajustaron de repente en el asomo de la gracia y se volvió suavemente sonriendo.

-Ahí dio usted donde era -dijo-. Porque el plátano es como uno: dulce y durón, y además gustador ¿no cree usted?

La música o la vida

A sus 70 años, los actos más elementales de la vida eran ya para Clímaco Sarmiento una tarea de austeridad indigna: por eso hacía apagar con obstinación de viejo, casi todas las luces de la casa después del crepúsculo. Y le pedía a las hijas hacer cuentas estrictas para los gastos del desayuno, después de que su mujer, Cristina Vega le ponía en la mano su salario mensual como empleada del hospital universitario de Cartagena. Con el orgullo solar de su raza, Sarmiento nunca pensó que la obra fértil de su clarinete durante 60 anos arduos, pudiera estar recompensada por las pírricas, lastimosas liquidaciones comerciales de sus remotas regalías musicales. Los 10 ó 20 mil pesos que le llegaban cada semestre o cada año los tomaba como un buen servicio para pagarles “cualquier caramelo a los nietos".

Un año antes de morir dijo a un periodista: "Dígame, ¿usted cree que el gozo que ha producido al país Pie Pelúo se compadece con estas miserias?".

Ya no le preocupaba el espejismo de la fama. Era un hombre con una obra musical de calidad indiscutible, un maestro en retiro. Su hijo, “Michi" Sarmiento, un magnífico músico, era ahora protagonista de la hermosa novela "El patio de los vientos perdidos", de Roberto Burgos Cantor.

Pero en la soledad de su retiro, Sarmiento sabía que se estaba muriendo. En realidad, había comenzado a morirse diez años atrás, cuando siendo un asmático crónico, la prohibición médica le impidió que continuara dirigiendo la banda de Pello Torres, imponiéndole une alternativa de atracador callejero: la música o la vida.

Por los días del retiro, ya el asma lo sometía a brutales crisis periódicas, lo levantaba en las noches y sentado ansioso, en la palpitación de las tinieblas, oía apenas a su mujer moviéndose como un ángel solitario en las horas de su miedo. Sin embargo, a la hora de hacer comentarios delante de sus amigos y sus hijos, Sarmiento se refugiaba en un ácido e inteligente humor. A una pregunta sobre su estado d salud, volteaba el rostro de indio mañoso y contestaba de pronto: "Qué cree usted de esos músicos de ahora que creen que inventaron el paseo? Una cosa que es más vieja que el hilo de pelotica".

La segunda pregunta caía enseguida:

-Maestro y usted ¿cómo sigue de sus riñones?

Sarmiento, surreal, miraba hacia un rincón sin luz.

-Bueno, hay que excusar a los músicos que no saben leer la música -decía. Fíjese usted lo grande que fue Agustín Lara.

El abismo del retiro

En la crisis del retiro, el clarinete que le dio gloria popular, había quedado depositado, como el animal escandaloso y sagrado que siempre fue, en uno de los rincones de la casa. En el cuarto que vería la agonía cotidiana de sus últimos años, se tenía la impresión de estar frente al altar único de la pobreza, pues todo parecía estar dispuesto para lo indispensable de un sufrimiento; para la última y múltiple pelea de un derrotado: la cama dura y amansada para pelear contra la largura de la noche, la silla de cuero desfondado para pelear contra el dolor de la próstata y la bombita de aire para pelear contra el asma nocturna.

Sin embargo, en ese cuarto -desde donde se oían los ruidos de la calle, el crujido de los buses, las maldiciones o las consejas de los extraños- había también lugar para las maltrechas bienaventuranzas de la vida: introducidos, en desorden, en las gavetas de una máquina de coser estaban los viejos papeles de música del maestro, decenas de letras de porros, valses y fandangos, sin grabar, escrupulosamente descritos en las hormigas voladoras de la escritura musical, amarillentos papiros por los que Sarmiento pasaba la mano temblorosa como queriendo retener la única señal perpetua de su vida.

Una tarde hizo que su mujer sacara los papeles y los revisó cuidadosamente. Luego sonrió con iluminada amargura.

- Mire -dijo- todo lo que le dejo al mundo. Y mire lo que el mundo me deja a mí.

En el principio fue el río

Eso había sido en el principio del río y en el de la música de monte. Pues no fue sino que el soplavientero ese por la gracia de Dios y del dedal de su padre, Pedro Sarmiento, viera ahora a un niño casi, de 15 años enveranados, un tal Rafael Medina, presentando malabares con un pito de metal como el que usaba su padre, por allá por Santa Lucía, Atlántico, en los mismos bordes del canal del Dique. No fue más que ver a Medina y sentir la comezón en la sangre, el atolondro del desafío por dentro, una cosa más dura que cuando pescaba o vadeaba los taruyales de las ciénagas de Capote y de Tupe, y regresar derechito al cuarto donde reposaba, como pieza de santo, el requinto del padre a tomarlo sin permiso de nadie, en el rumbo de su ley. Y fue entonces por el año de 1921, por el cruce del jolgorio patronal de la Santa Cruz de Mayo, una música más rumorosa pero aún con entreveros, que la del Dique en sus tiempos de alza, revolvió el silencio del patio de Justina Ávila, la madre, una matrona milagrosa que tenía el encargo de hombre de criar 11 hijos, entre ellos 9 mujeres, flores de cuidar, con negocios en Sincerín. Todo mientras el segundo de los varones, ese que se llamaba Clímaco, de pequeños ojos abalanzados, se la pasaba domando el clarinete.

Sólo por eso decía, riendo, que era música y letra de Pedro Sarmiento, mi padre, no se me ría. Y a los 15 años, 11 años antes de lomar el camino definitivo de Cartagena, creo su primera canción, en usa casa grande que había en Soplaviento, llamada MLa Siria libre", propiedad de Juan Narvaez Aziz, un sirio de esos que llegó con otros turcos cuando el dique era obra de prosperidad, comercio andante. Y orgulloso, pedía que ese lugar no se lo confundieran con otro del mismo nombre, que había en Cartagena, pero era un coreográfica, casa de placeres de mujeres de la vida. Y el cuento final que echaba para los que se interesaban en su amorío con el clarinete era que entre lo que le enseñó su padre, lo que aprendió por cuenta muy suya y las enseñanzas del maestro alemán Vickmer -que parecía tumbar una iglesia cuando dejaba caer las manos ante la banda- el clarinete ora ya luz en la mano, cosa sabida.

El maestro explica cómo se hace una canción

Yo veía pasar a Manuel Ospino, "Mane Mundo" a amarrar su bote en la orilla del canal del Dique. En una estaca. Cruzaba pasajeros de Arenal a Soplaviento. Y entonces amarraba su animal en esa estaca. De esa obra del esfuerzo, yo saqué "La estaca de Mane Mundo".

Eso es todo. Para hacer una canción para el pueblo no hay que andar con falsos rebuscamientos. A mí me gusta es la música que el pueblo baila y goza.

Y sus motivos son elementales. Están asomados a la vida, topándoseles en la calle, como topé yo a la vaca vieja buscadora de yerba que me inspiró "La Vaca Vieja". Qué mujer pa floja en el meneo. ¿Me entiende? Esa canción ha torturado a muchachos que quieren aprender a bailar.

El caso de "Tus lágrimas" es también muy curioso. A mí me tocaba hacerle la música de fondo a las películas mudas que se veían entonces. Y el valse era lo que, por su cadencia, se prestaba más para eso. Y además porque entonces casi todas las películas eran de cosas de amor. Películas mudas, sólo con los letreros, y para que la gente no viera esa cosa así sin bulla, supóngase, la banda se cuadraba al lado y acompañaba los amores de la película.

Y ahí estaba yo, parado en lo mío, al lado de esa película francesa, un largometraje llorosísimo, "El hombre de las tres caras". Cuando, de repente, veo esa lágrima bajando de la mejilla de la bella muchacha que veía la película en la primera fila. Fíjese: hasta el llanto desperdiciado puede inspirar una bella canción. Pues de ese lloriqueo salió "Tus Lágrimas". Esos son mis motivos. Usted ya ve que yo soy de otra época: del tiempo de la mazurca, del porro, la cumbia, el mapalé, de las salas de baile donde el pueblo se reunía a bailar y del fandango en la plaza y la esperma buscando el cielo.

Y le digo esto para decirle ahora que yo no pertenezco a este tiempo de acordeoneros -no acordeonistas, eso es otra cosa-, de los fabricantes de discos y prestigios, de los tontos engrandecimientos y la porquería musical.

Ahora, hasta el mapalé ha sido tan pulido y espectacularizado por ciertas señoras de renombre, que ya nadie se aviene a bailarlo en una sala, como antes. De miedo, claro. Después de que estas viejas han maltratado la tierra.

Pero esas cosas pasan. Después de todo, lo más rítmico que hay en el mundo no es la música sino el tiempo. El tiempo va ajustando las dignidades. Va repartiendo los premios. Y eso se mide en lo que el hombre ha dejado en vida. Nos acostamos, nos levantamos, comemos, trabajamos, y el tiempo allí, al pie. Entonces un día nos miramos y decimos ¿ya estoy viejo? Sí, ya estás viejo, Clímaco. Y el tiempo sigue. Y usted y yo vamos oscureciendo. Y el tiempo sigue manejando el mundo. La cosa más bien hecha. Y el tiempo sigue. El tiempo, mejor que la música. Qué vaina tan bien hecha ¿no le parece?

Pie Pelúo.

Los mejores años fueron la alegría, la constancia creadora y la furiosa indagación en la vida del pueblo. Peloteros, bohemios, maleantes y prostitutas rodeaban al músico en los escenarios populares mientras armaba el estatuto callejero de su música. En uno de ellos, Sarmiento conoció un pie famoso, inspirado en el cual compuso una de las obras eternas de la música popular colombiana. Esa canción, "Pie Pelúo" que hoy bailan aristócratas y mendigos, bacanes y corronchos, en casetas duras de barrio o en rancios clubes señoriales, provino del espléndido y velludo lunar del pie de una prostituta sin nombre, que, siempre a las tres de la mañana cuando el clarinete de Sarmiento inventaba una nueva gracia contra el infortunio, alzaba los brazos y tarareaba para ella, en el centro feroz y vanidoso de su alma: "No hay quien pueda con ella".

Los últimos años

Fueron una mezcla de soledad, impotencia y vacía espera. Cuando el asma lo acosaba por las noches, Sarmiento se quedaba dormido hasta el primer sol bravo de la mañana, en el barrio San Fernando, cuando su mujer le llevaba a la cama un tazón de café. Una hora más tarde y sin haber necesidad, se levantaba, solícito, a percatarse de la salida de sus hijas menores para el colegio. Desayunaba y volvía a dormir unas pocas horas, pero al mediodía, recriminaba a su hija Justina por sus siestas prolongadas.

La tarde era peor, entre el calor abrasante y las horas en blanco, sin nadie, sentado, inmóvil, mirando hacia los potreros cercanos, en donde muchachos fuertes como caballos, jugaban un fútbol tan viril que parecía ensayo de lucha libre.

Clímaco los veía trotar, incesantes, detrás de una pelota. Sonreía y decía: "Nunca he sabido qué carajo le ven de bueno a eso”. Luego, echaba una mirada más allá de los potreros, hacía algún lado impreciso de la lejanía y se quedaba sin decir nada.

Quienes pasaban a las once de la mañana frente a la casa, podían divisar un anciano adusto, pero con el semblante aliviado por el hábito de la mañana. En la tarde, había, en cambio, un viejo melancólico mirando hacia el polvo. Su famoso humor -siempre metido en una sólida filosofía de monte- permanecía agazapado, a la espera de mejores ocasiones.

El crepúsculo lograba reanimarlo. La casa era batida por un viento espacioso. Después de comer, Sarmiento hacía apagar las luces de la casa -dejando encendidas apenas las de la cocina y la terraza- y se metía en su cuarto. Sólo rompía esa rutina los 31 de diciembre cuando, en gracia del nuevo año, se quedaba despierto hasta las 12 de la noche, oyendo los festejos lejanos, los tiroteos del desmadre, la algarabía de otros, y se metía enseguida en el cuarto, después de decir: "Bueno, ya llegó lo que venía".

Ascético, cumpliendo un ritual de supervivencia casera, buscaba entonces su radio de pila, apelando al único recurso de distracción que podía y oía uno tras otro todos los noticieros del mundo y escuchaba músicas de interminable añoranza. Las noticias no le decían nada, pero le permitían, al día o a la semana siguiente, hacer un comentario sobre algo: un crimen, un alza de precios, una guerra remota. "Lo peor del viejo es la noche", decía.

Había dejado de ir a cine desde que las sabrosas películas mejicanas, de pistoleros y mujeres provocativas y cantinas arrevolveradas, fueron remplazadas por los detectives gringos, de los que Sarmiento se burlaba y prefería recordar el viejo cine mudo de su pueblo, Soplaviento, en donde él había acompañado con su clarinete de magia, el suspenso de una película francesa muda, hacia 50 años.

Sin embargo, desde cuando descubrió que si se bombeaba aire antes de acostarse, el ataque de asma se reducía, lograba dormir generalmente como un lirón hasta la mañana siguiente, cuando la soledad volvía, como una astilla, a metérsele entre los dedos y entonces aventuraba una salida errática por el barrio sin nadie. A veces como si siguiera un horario del desconsuelo, llegaba al Puesto de Salud, donde el médico José García oiría, varias semanas antes de su muerte, la brava confesión de un viejo derrotado pero todavía sonriente.

- No, doctor-le dijo Sarmiento- Todavía no estoy pasando hambre. Pero dentro de unos meses, quien sabe. La veo venir por el camino.

La última noche

La noche anterior a la muerte de Clímaco Sarmiento, jadeantes romerías de creyentes -estibadores, oficinistas, viudas estoicas- subieron y bajaron el cerro de la Popa, lanzando vítores a la Virgen de la Candelaria como a la patrona de los humildes, poseídos por un fervor religioso tan antiguo como sus pobrezas sin término.

Sarmiento fue visto entre esos creyentes, parado, absorto, (tal vez, dolido) frente a una banda tradicional de músicos. Su presencia entre esos hombres sudorosos, más festivos que místicos, era algo insólito, casi un presagio. Nadie podría explicarse cómo un hombre maniatado por el asma pudo subir, sin matarse, cientos de metros hasta la escarpada cima del cerro.

Sarmiento no salía, prácticamente a ningún lado, y antes de las seis de la tarde estaba en casa, rondando, oyendo su radio, esperando con impaciencia el regreso de su mujer. En sus esporádicas salidas matinales al centro de la ciudad, se dirigía invariablemente a la sede de la Sociedad de Autores y Compositores, Sayco, para averiguar con un desbrido gesto cordial por las miserias de sus regalías, o a recorrer las cuatro cuadras que separaban su casa de la de su hijo Eliécer cuando el sol iba bajando sobre el barrio y Sarmiento se animaba a una conversación amistosa.

Años atrás había sido instructor de música, dos veces por semana ante aprendices de Soplaviento, adonde había regresado en 1984 a recibir el homenaje multitudinario de su pueblo, en el que participaron más de tres mil personas que creyeron mejor representados su raza y su destino en aquel viejo cansado y buido que tocaba el clarinete como un ángel, que en los tenientes feudales que tenían al pueblo asolado por el abandono y la pobreza.

En el alborozo del homenaje, Rafael Escalona, el directivo de Sayco, lo habló a Sarmiento del pago de una pensión vitalicia como tributo de Sayco a uno de sus más renombrados socios, dueño de una portentosa obra musical.

El monto de la pensión prometida era ridículo, 12 mil pesos, pero serviría para "los caramelos de los nietos" de un hombre que a pesar de haber compuesto más de 7 canciones inmortales, paseaba por el centro de Cartagena con una sonrisa escéptica y 30 pesos en el bolsillo. Mientras él, desesperanzado, se echaba al abandono de sus tardes, muchachos de 12 años seguían aprendiendo a dar los primeros pasos del baile oyendo sus canciones en las orillas de los ríos Sinú y Magdalena.

La promesa de la pensión resultó la última burla contra el honor de Clímaco Sarmiento. Durante más de un año, esperaría la llegada del primer pago. Cuatro meses después de la promesa, se sintió invadido por un asco sordo: había pensado que en este caso las cosas serían distintas porque el ofrecimiento lo había hecho un compositor que creía grande, un colega con favores oficiales.

Una tarde mostró las copias de los papeles de la promesa, y dijo que no necesitaba esa plata de regalo, pero consideraba que la oferta se había realizado delante de su pueblo. "La palabra de los hombres debe respetarse", dijo. Tres meses después, convencido de la inutilidad de sus reclamos remotos, clausuró sus quejas y se afianzó en su eterna creencia fatalista: el músico popular verdadero se hacía solo y casi siempre moría solo.

-Mientras -dijo- vea usted cómo mandan los filipichines. Este es el reino de los brutos con padrinos.

Enseguida movió con gracia sus anchos pantalones.

-Clímaco, busca tu charco.

La muerte del maestro

El día anterior a su muerte, Clímaco se levantó un poco preocupado por las dificultades escolares de una de sus dos hijas menores, que debía habilitar una materia. Su mujer, Cristina le dijo que era una preocupación excesiva y se fue al trabajo. Sarmiento, sin señales de desaliento, se quedó vagando por la casa. Después del almuerzo, hizo saber que iría al centro de la ciudad a lo de siempre: las miserias de sus regalías. Y añadió que visitaría a algunos amigos. Sin embargo, había algo extraño en esa salida, pues Sarmiento se acicaló con un cuidado extremo, desacostumbrado. Se cambió toda la ropa que vestía -que seguía limpia- incluyendo el pañuelo, haciendo sacar uno recién planchado, se puso una guayabera amarilla y un pantalón bien macheteado y se plantó la cachucha de las buenas ocasiones, lo que le terminó de prestar el hermoso aspecto de un caribe clásico de los años 40.

A la una de la tarde, Sarmiento -que casi no salía a ningún lado y menos a esa hora- abandonó la casa. Desde hacía unos meses -y aunque desconocía que padecía un cáncer de próstata- sentía que la salud se le estaba desmigajando como un pandero. "Un día de estos acabo con esa vaina", les confesó a un hijo y algunos amigos.

Después de las 6:30 de las tarde, al advertir la inexplicable tardanza de Clímaco, Cristina Vega comenzó una larga visita a hospitales y centros de policía. Después de las diez de la noche, se consoló pensando que su marido, como buen músico, podía ser imprevisible, y supuso que había ido a Soplaviento, aunque no encontró la razón de esa visita. Se acostó sobresaltada, durmió mal y apenas amaneció, se preparó para reiniciar la búsqueda.

Al otro lado de la ciudad, frente al barrio Las Gaviotas, en el claro de un matorral espeso, con la guayabera abierta a la altura del ombligo y una pierna ligeramente más levantada que la otra, estaba un anciano bocarriba, muerto. Un cordón de máquina de coser, con dos nudos laterales apretaba su garganta. Tenía una gorra. Los ojos permanecían ocultos por unas gafas oscuras. Algunos hombres que iban en bus al centro de la ciudad se bajaron para ir a ver al muerto. El "Negrito" Madrid -director de una de las bandas más populares de Cartagena- fue uno de esos curiosos, pero cuando vio al muerto, abrió los ojos y lanzó un grito:

-¡Mierda! Es Clímaco.

Carmelo Bolaños, el fotógrafo que hizo las últimas fotos de Clímaco Sarmiento, notó que no presentaba signos de violencia exterior y que detrás de las gafas, los ojos de indio sabido estaban dominados por una extraña mansedumbre.

Soplaviento, Cartagena, 1986.

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