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Cinco años viviendo con las Farc: historia de un joven que fue reclutado

Esta es la vida de Pedro Martínez*, quien tiene 18 años, de los cuales cinco los vivió en el monte, porque a sus 12 fue reclutado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

Por: Angélica Blanco y Milena Bernal.

Un tatuaje, que según él quedó mal hecho y que fue grabado en su muñeca, con el nombre de su hermana menor (Reina), una bebé que aún no sabe su historia, es lo que resalta de Pedro Martínez* al mover sus manos mientras recuerda los cinco años que vivió en el monte, haciendo parte de las Farc, grupo que lo reclutó cuando apenas cumplía 12.

Él está sentado en una escalera. Tiene una camisa gris, un pantalón negro, unas botas del mismo color y en su mano también cuelga una manilla, en la que dos balas doradas le recuerdan a dos personas que amó: Haider y Mónica, quienes hoy cuelgan de un hilo tejido de color verde.

Foto: Milena Bernal.

Ellos fueron sus compañeros de batalla. El conflicto armado que vivió Colombia por 53 años, que dejó 220.000 muertos, 6,9 millones de desplazados y 60.000 desaparecidos, también hizo que Pedro* quedara solo en medio de la verde y húmeda selva, que ‘baña’ y rodea al Caquetá, tierra que lo vio nacer hace 18 años.

“A ellos los consideré mis mejores amigos mientras hice parte de la guerrilla. Hoy son mis ángeles. A Haider lo mataron cuando tenía 26 años. Yo le saqué la bala y me aferraba a ella cada vez que lo necesitaba. A Mónica cuando tenía 22 e hice lo mismo. Ella me apoyaba siempre. Era como mi familia en el grupo. Hoy los llevo no solo en el corazón, sino también en mi manilla, la que nunca me quito”, dice Pedro Martínez*, mientras se le entrecorta la voz y reitera la fecha en la que perdió a su amiga: 17 de diciembre de 2015. “Esto pasó seis días después de que me escapé del frente”, rememora.

Pero como toda historia tiene un pasado, también relata cómo es que la guerrilla, la más antigua del mundo (las Farc), lo convirtió en uno de sus hombres; como también lo hicieron cerca de 3.900 niños durante la última década en el país. Cifras que, según la Defensoría del Pueblo, superan los 5.700 menores que han luchado por una guerra que no era suya, pero que según otras instituciones podría ser mayor.

“Yo desde muy pequeño me separé de mis papás, quienes vivían en el Caquetá, pero que se fueron al Tolima, porque los desplazaron. Entonces me fui de la casa, porque iba buscando senderos. Soy una persona a la que siempre le ha gustado conocer y aprender. Recuerdo que una vez tomé la decisión de que quería ingresar a las Farc, pero no me recibieron. Entonces me fui a trabajar a fincas y en el 2011 me reclutaron, cuando yo ya no quería. Estaba arrepentido. Un día mientras era jornalero y recogía café, vinieron por mí”.

A su vez, explica que desde esa fecha y hasta el 2015 no vio (nunca) a su familia. “En una ocasión me enteré que ellos habían vuelto al Caquetá y me ganó la curiosidad. Yo la verdad ya no me acordaba de sus caras, porque había pasado mucho tiempo. Pero en una de las guardias que estaba haciendo en el pueblo, pasé por una tienda de una esquina y allá los vi sentados”, menciona Pedro*, a quien se le eriza la piel y suelta un suspiro de dolor, como cuando alguien reitera que el destino pone a cada quien en su lugar.

Pero él, le atribuye a la coincidencia, la mirada que le lanzó su padre en ese momento, “esta es la fecha y no sé si ese día me reconocieron, porque yo seguí derecho y obviamente ya estaba cambiado. Yo me fui de su lado desde que tenía ocho años. Estaba muy niño”.

A la fecha han pasado 1.095 días desde que se dio este encuentro. Hoy sabe que tiene una hermana menor. Se llama Reina Tatiana, es la séptima y única mujer de su familia y sueña con que ella tenga un futuro diferente al suyo.

Cuando a Pedro* se le pregunta por el amor, detalla que, aunque le tiene miedo a la soledad, sigue así: solo. “Tuve parejas dentro del grupo, pero no me enamoré. Yo pa’ eso poco. Uno nunca sabía hasta cuándo podía estar con esa persona. En cualquier momento podría pasar un helicóptero y ahí podía caer cualquiera… Es muy difícil llegar a enamorarse así. Sé de casos, pero no sé cómo lo logran. A mí me daría duro estar enamorado y que de un momento a otro llegara la muerte”, narra y nos mira fijamente con sus ojos color marrón, que brillan; mientras sueña con estar con los suyos y construir una familia.

Miedos y noches que transcurren en la selva

“En la guerrilla no hay días normales. Uno nunca sabe qué le espera”, repite Pedro*, quien hacía turnos de 12 horas y explica que cuando les tocaba caminar toda la noche, al siguiente día dormían toda la mañana.

Su trabajo consistía en desplazarse a nuevas bases, buscar refugio, armar campamentos y vigilar. “Pero yo soy consciente que nosotros hemos hecho mucho daño. Hicimos durante un buen tiempo cosas imperdonables, pero al inicio yo no sabía ni por qué luchaban, por eso me volé, porque me di cuenta cuál era el rumbo que ese tema iba a tomar”.

Hoy este joven que nació en el año 2.000, época en la que Colombia empezaba a tomar un camino diferente en materia política, económica y social, porque dos años antes en San Vicente del Caguán, trataron de darle curso a los diálogos entre el Gobierno y las Farc, pero que se dieron por terminados en el 2002; se convirtió en una víctima más de este grupo al margen de la ley, al ser reclutado, pese a que en el artículo 162 del Código Penal Colombiano, se prohíba dicha práctica.

Foto: Milena Bernal.

Actualmente este joven vive en una finca ubicada en San Vicente de Chucurí, la capital cacaotera de Santander. Desde el 2015, fecha en la que se entregó, hace parte del programa de desmovilización que adelanta la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), la cual los envía a diferentes partes del país a trabajar, capacitarse o estudiar, con el fin de prepararlos durante un periodo de cinco años y medio para ser ciudadanos del común.

Hoy Pedro* cultiva cacao, trabajo con cual él y otros 23 excombatientes de las Farc, pretenden construir y sembrar un futuro nuevo para sus vidas y las de sus familias.

Foto: Milena Bernal.

Pero él tiene otros planes en mente. Dice que quiere recorrer el mundo, se considera un viajero innato y aunque ya terminó el bachillerato, cuenta que quiere seguir aprendiendo. Le tiene miedo a reincidir y al rechazo. Es como si hubiese estado inocentemente fuera de la realidad toda su vida y hasta ahora fuese a descubrir lo que el mundo tiene por ofrecerle.

“Es algo duro pensar en el futuro. Le temo a una decepción de mí mismo, también a tener una regresión, eso sería algo fuerte, porque soy consciente de que una decisión lo cambia todo”, comenta. Por el momento asegura que seguirá haciendo parte del programa con el que la ARN trabaja en siete departamentos colombianos: el de sustituir cultivos ilícitos en los municipios en donde la guerra tocó a sus puertas, como lo hizo en San Vicente desde 1948, para así convertirlos en tierras productoras en el marco del posconflicto por el que hoy atraviesa Colombia.

“Yo solo tengo un mensaje para las personas y es que aprovechen el tiempo. Nosotros ahora estamos beneficiándonos de esto y anhelamos que empresarios nos sigan dando oportunidades, porque todos cometemos errores, pero tarde o temprano entendemos que no debemos volver a repetirlos”, concluye Camilo Guarín*, uno de los compañeros de Pedro* quien en el pasado también perteneció a las Farc, tuvo cultivos de coca y hoy, a sus 26 años, tiene otro, pero de cacao. Su gran amor es su hijo y aunque no vive con él, sueña con verlo crecer a su lado.

Angélica Blanco

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