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Manglares, el nuevo disco de Urpi Barco

Por: Luis Daniel Vega

Por: Luis Daniel Vega

Desde tiempos inmemoriales, las canciones –o “sonidos entonados” como serenamente las vuelve a nominar Diego Fischerman- se han vestido de ropajes abigarrados: ya sean misteriosos cantos sibilinos, lamentos fúnebres, arias sofisticadas o despiadadas cantinelas de cabaret, las palabras cantadas emiten vaticinios, fundan misterios, celebran la cosecha y, como sucede en Manglares, la más reciente producción discográfica de Urpi Barco, conjuran las deliciosas trampas de la nostalgia.

Esculcar en los cancioneros populares del Caribe y el Pacífico ha sido una constante del jazz en Colombia desde que, a mediados de los noventa, entraron en escena voces emblemáticas como las de Beatriz Castaño, Claudia Gómez, Lucía Pulido o Marta Gómez. En esta tradición mestiza de cantautoras e intérpretes se ubica la cantante de origen bogotana, quien, como los manglares, encuentra la savia en los profundos suelos arenosos de la memoria

Vivir viajando

«Mis primeros recuerdos musicales reposan en la casa de mis padres. Papá y mamá eran actores y titiriteros. Ha de ser por eso que la casa estaba llena de canciones de Mercedes Sosa, Pablo Milanés y Joan Manuel Serrat; además, sonaban los programas de jazz y música de la nueva era que transmitía la emisora Javeriana Estéreo. Cuando presentaban sus obras íbamos de viaje por Colombia. Viene a mi cabeza un viaje a Buenaventura y a Tumaco –tendría yo tal vez seis años- en el que mi madre recopilaba cantos y rondas tradicionales de las comunidades. ¡Fueron días enteros escuchando música de marimba de chonta!

» Crecí entre Bogotá, las montañas de Santa Elena en Antioquia, Taganga y Cali. Desde muy temprana edad, a fuerza de las circunstancias, logré mimetizarme con algunos aspectos particulares de los diferentes lugares donde viví: asimilé los distintos acentos del lenguaje, aprendí a comer de lo que hubiese y, especialmente, me familiaricé con músicas fabulosas. Ahora que vivo afuera del país esos recuerdos me hacen sentir viva.

» Mi madre siempre estaba cantando. Recuerdo que era capaz de acompañar con su tambora cualquier canción de Violeta Parra o Totó La Momposina. Así que de mi memoria más profunda surgen canciones como “Aguacero e’ Mayo”, “Yo vide el tigre” y “Soledad”. Cuando era apenas una niña de cinco años mi madre me enseñó –con su tambora- a cantar y a tocar cumbias, bullerengues, currulaos y chalupas.

Recién cumplí quince años ingresé a Teatro Comunidad, el grupo de teatro de mis padres. Allí toqué guitarra, canté, actué y, más adelante, comencé a componer música para los montajes. Aprendí, sin premeditarlo, todos los tejemanejes de la autogestión, la importancia del profesionalismo y lo que significa vivir de un proyecto artístico independiente en Colombia».

Voces

«A los doce años descubrí la voz de Ella Fitzgerald. Fue en Santa Elena, en la casa de un gran amigo de la familia. Él era profesor de matemáticas y melómano. Tenía un tocadiscos –no recuerdo que nadie más cercano a mí tuviera uno de esos aparatos maravillosos-. Un día, buscando entre su colección, encontré unos discos de jazz clásico. Allí estaba esa voz que me sigue acompañando. Esto fue por los mismos días en que estudiaba bachillerato artístico en la Escuela de Bellas Artes de Cali. La clase que más disfrutaba era la de música. Aprendí a tocar guitarra solo para poder acompañarme en las canciones de Silvio Rodríguez. “Quién fuera”, del cubano, era una de mis favoritas. La fiebre del pop y del rock en español me tuvo ocupada por un tiempo hasta que apareció en la casa un disco crucial: María Sabina (1997) del grupo del mismo nombre donde cantaba Beatriz Castaño. Fue mi primera aproximación al jazz colombiano.

Cuando decidí que me dedicaría definitivamente al oficio musical, empecé a cursar el programa de músicas colombianas de la Academia Luis A. Calvo y, después, el programa de Artes Musicales de la ASAB. Allí me encontré de una forma más académica con las prácticas sonoras andinas, llaneras y brasileñas; el canto lírico y, en general, un espectro muy amplio de la música latinoamericana. Descubrir a la cantante mexicana Lila Downs me hizo dar cuenta –además de las posibilidades de algunos aspectos formales como el registro y los colores- de que había formas inusuales de reinventarse las músicas raizales y populares. El disco Border fue una gran influencia hasta el punto de que tres piezas incluidas allí –entre ellas “La Llorona”- fueron el eje central de mi trabajo de grado.

Mientras asistía a la universidad hice parte de Comadre Araña, una banda dirigida por el bajista Juan Sebastián Monsalve. Allí, en una especie de laboratorio, exploramos músicas tradicionales colombianas, especialmente, las del Pacífico y el Caribe colombianos. De esos años recuerdo haber participado dos veces en el Festival de Bullerengue en Puerto Escondido, Córdoba. Esto fue el preámbulo de mi búsqueda como creadora de canciones que se consolidó en discos como Sueños (2013), Retrato (2016) y Manglares (2020)».

Manglares

“Entre la dulzura y la feminidad de los cantos de boga, la fuerza de la percusión y la libertad de la improvisación”. Así describe Urpi Barco Manglares, un disco en el que aparecen canciones que conoció de niña y otras, de su autoría, que hablan de amores, campesinos desterrados y viajes sin brújula. También aparecen reminiscencias de su gusto por las sonoridades brasileñas y experimentos vocales como la versión de un viejo canto de boga, recuerdo vívido de los años cuando deambulaba por Colombia en compañía de sus padres:

“Macondo, el cuento que se llevó el viento” hace parte de las composiciones que hice para el montaje del mismo nombre realizado por el Teatro Comunidad gracias a una beca del Ministerio de Cultura en 2016. Esta “cumbia jazzeada” cuenta la historia del Macondo de Gabriel García Márquez. Es una evocación a la poesía, los paisajes, las nostalgias y las músicas de nuestros pueblos. Los versos son escritos por Javier Montoya, director y dramaturgo de la obra. Quise incluirla en el disco con un arreglo realizado por el pianista y compositor Felipe Rey».

“Ronca canalete” es una de mis canciones preferidas dentro del repertorio del pacífico colombiano. La versión de Manglares contó con los arreglos de Melissa Pinto, compositora y pianista con la que compartimos una visión muy particular de lo que puede ser el jazz colombiano».

“Arrópame que tengo frío es un romance tradicional del río Atrato que aprendí por primera vez en la escuela de música cuando era una niña, luego se la escuché en concierto a una de mis grandes referencias vocales colombianas: la envigadeña Claudia Gómez, quien, a propósito, aparece como invitada estelar en la versión que grabé en mi disco Manglares».

El universo Jobim ha influenciado tanto mi música que decidí incluir en el disco “Wave”, una de sus canciones más emblemáticas. Para el arreglo hicimos un cambio de métrica, evocando ritmos a 6/8 como el bambuco, la chacarera o incluso el afro».

“Martin Pescador” es una canción a ritmo de porro sabanero compuesta como un homenaje a los campesinos y pescadores que, por causa de las diferentes formas de violencia, han tenido que huir de sus pueblos desarraigándose, en la mayoría de los casos, de sus costumbres y tradiciones. Cuenta con la participación especial de la cantautora María Mulata».

“Sospecha y parábolas vacías” está basada en un poema de la escritora estadounidense Margaret Randall que musicalicé para el proyecto Las líneas de su mano III. La primera frase me atrapó enseguida: "Viajamos a alguna parte, pero no tenemos mapa". De ahí en adelante la música fluyó de una forma maravillosa. Me inspiré, principalmente, en sonoridades de los cantos de vaquería y de la cumbia».

El título de “El roble y el cipés” lo tomé del poema al matrimonio incluido en El profeta, el famoso libro del poeta libanés Gibran Khalil. Es una canción de amor a ritmo de chalupa».

Los cantos de boga, son la compañía de los pescadores en sus solitarias jornadas. Este lo escuché cantar en uno de los tantos viajes que hice con mi madre por el Pacífico colombiano. El bucle de voces lo logré gracias a un pedal llamado looper».

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