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Cecilia Porras: el arte que desafió la tradición de la Cartagena del siglo XX

Celebramos el centenario del natalicio de una de las consideradas precursoras de la modernidad artística colombiana.
Adriana Chica García

 

La Cartagena del siglo XX tenía aún los vestigios de la colonia impregnados en los juicios de la sociedad cuando Cecilia Porras tuvo la osadía de salir de casa. No lo hizo sola. Lo hizo en bikini sumergida en aguas caribeñas. Lo hizo con mochila arhuaca al hombro por las callecitas del centro amurallado. Lo hizo con disfraces en los cocteles de clubes. Pero, sobre todo, lo hizo sin soltar el pincel de la mano. Cecilia Porras sacó la pintura que hasta entonces se reservaba para las mujeres dentro de casa, como un pasatiempo entre el deber del hogar. Fue un hito de ruptura social y artístico. Aunque poco de ello es suficientemente conocido. Aún, cuando se codea con dignos pares del arte moderno con los que este año, además, comparte la celebración del centenario de su natalicio.

Cecilia nació en los años 20 en el barrio de tradición de la ciudad: Manga, en una familia de la “aristocracia” costeña ceñida por valores conservadores, que bien llevaba sin saciedad su padre, Gabriel Porras Tonconis, un respetado político hispanista, director de la Academia de Historia de Cartagena, seguidor fiel del ideal de familia, de la religión católica como eje rector y de la cultura occidental. También estudió en un colegio de monjas para señoritas. Y aprendió pintura desde chica, un lujo excluyente de su clase, que, sin embargo, tampoco igualaba a las mujeres al privilegio de los hombres.

La curadora y docente de la Universidad del Atlántico, Isabel Cristina Ramírez, quizás quien más ha investigado y analizado la plástica de Porras, lo explica como un “hobbie”. Expone: “La pintura estaba supeditada al espacio interior de lo doméstico. En una sociedad absolutamente patriarcal, la dimensión de lo femenino siempre estuvo supeditada al hogar, pintar para distraerse, para no pensar, todo lo contrario a lo que es el artista profesional”. Pese a ello -o a raíz de ello-, a Cecilia le obsesionó desde siempre explorar como objetivo pictórico esa Cartagena colonial desde su pincel. Pero el bastidor le quedaba estrecho.

La segunda foto hace parte de la serie 'Cecilia y el mar', tomada por Enrique Grau.

Muchos compañeros y compañeras de la época describieron a Cecilia -según recordaron después investigadores como el curador del Museo de Arte Moderno de Cartagena, Eduardo Hernández- como una irreverente. O eso se asume con las referencias con las que retratan su carácter: vestía fuera de lo común para señoritas de su alcurnia, utilizaba su cuerpo como escenario de su propia expresión, con trajes y disfraces que ella misma confeccionaba para pasear un día cualquiera. Y en los 40 empezó a frecuentar bares con hombres igual de inquietos intelectualmente que ella.


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La provocación no era intencional, era una búsqueda individual que dio el salto inicial en el Primer Salón de Artistas Costeños, organizado en Barranquilla en 1945 y en el que fue la única mujer en participar, con 25 años de edad. Obtuvo una mención de honor y un incentivo para su curiosidad. Por los mismos años, emergía en su ciudad un colectivo de pensadores contemporáneos liderados por el poeta Jorge Artel, resonancia del grupo literario ‘Piedra y Cielo’, de Bogotá, autodenominado los ‘Maricielistas’, que cargaban consigo una resistencia -aún tímida- a la tradición occidental.

Esa tradición occidental solo distinguía cultura en la civilización; es decir, en las raíces españolas, donde todo aquello que rozara el límite de lo popular no era más que una burda corrupción de lo verdadero. Y justo en ese límite hacía equilibrio Cecilia, quien mantenía una tensión al enfrentar dos maneras radicalmente distintas de entender y sentirse en el mundo. La que defendía a pulso de letras su propio padre en la revista ‘América hispánica’, que él dirigía en defensa abierta del patriarcado y en oposición al arte moderno; y la que la llamaba a ella.

Rebeca y Eliézer, copia del pintor español Bartolomé Murillo. Banco de la República

Empiezan entonces estos intelectuales disidentes a encontrar grandiosidad en lo propio, en lo despreciado por su tinte popular: la cumbia, lo ancestral, la cotidianidad de un puerto hecho a paso de esclavos. El orden social tambaleaba desde el arte. Mientras, también se promocionaba hasta en la publicidad de viajes a la mujer moderna, con cigarrillo en boca y copa de alcohol en mano. Y ahí estaba Cecilia tambaleando también. Hasta que se mudó a Bogotá.

El punto de giro

“Muy probablemente este espacio fue la plataforma que le permitió a Cecilia Porras concebir otras posibilidades de su afición por la pintura. Así, pareciera que es en el Primer Salón de Artistas Costeños que ella se atreve a pensar en la pintura como algo más que una simple diletante, por ello, participa con dos óleos. Uno de ellos le valdrá una mención honorífica y una referencia al lado de Obregón y Grau en el diario El Liberal de Bogotá”, reseña Ramírez en un artículo de la revista Memoria y sociedad de la Universidad Javeriana.

A la curiosidad ya no le bastaba el trabajo autodidacta y la llevó a estudiar a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, dirigida en aquel momento por su amigo y contemporáneo Alejandro Obregón. Solo hasta allá cuestiona los clásicos europeos que seguía con recelo la élite de donde provenían sus trazos. Y fue consciente -tardíamente, en comparación con artistas masculinos coetáneos como Enrique Grau, quien ya era su profesor- del arte, y objeta sin un esbozo de reparo su propia pintura.

En sus palabras: “Creía ingenuamente que la pintura tenía que ser imitación fiel de la naturaleza, y que a un artista le estaba prohibido alterarla o interpretarla según su manera de sentir”. (Lo reseñó así Ramírez en su artículo). A su mundo se le acababa de ampliar el horizonte. Voló incluso hasta Washington a una exposición para la Unión Panamericana en 1960, junto a Lucy Tejada y Judith Márquez -otras de las pocas mujeres artistas colombianas de la época que alcanzaron a hacerle el quite a las diferencias de género-.

Autorretrato (1945) y La blusa roja (1952), respectivamente.

En los años 50, regresa a Barranquilla con la convicción despejada y se vincula con el círculo intelectual del momento, el del guiño previo al Boom Latinoamericano: el Grupo de Barranquilla. Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Alejandro Obregón, Enrique Grau, Meira del Mar, Ramón Vinyes y Cecilia Porras se frecuentaban sin planearlo en un burdel (hasta hoy existen discordancias sobre las noches pasadas de La Cueva). En todo caso, ningún salón de vida nocturna podría percibirse al agrado de una élite costeña (ni de ninguna otra nacional).

Pero no hubo atmósfera local más propicia para la creación. Las tertulias, sin esfuerzos, se tornaban en hervideros de las ideas más insospechadas. Como la de extrapolar en la cinematografía el surrealismo que en esa época, tanto en el arte como en la literatura, ponía sus semillas en las primeras obras, algunas para la posteridad y otras solo para el recuerdo de una inquietud mal elaborada aunque bien intencionada. La película ‘La langosta azul’ fue una de las segundas. Filmada por el Grupo de Barranquilla en 1954 y teniendo de protagonista a Cecilia, con la interpretación de ‘la hembra’, al lado del ‘gringo’, interpretado por el fotógrafo Nereo López.

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Una plástica rebelde

Antes de todo este camino de introspección, Cecilia solo seguía por imitación las imágenes barrocas o neoclásicas, interesada también en su retrato plasmado tal cual como el reflejo en el espejo. Ella creía que el arte consistía en copiar la realidad. Y conoce -para su fortuna- las vanguardias artísticas del siglo XX, que le ofrecen un diálogo entre múltiples formas de canalizar sus pensamientos para cimentar un discurso plástico personal. Así, Cecilia Porras se usa a sí misma -a través del autorretrato- como instrumento propio de su creación artística y, a la vez, de su deconstrucción como mujer.

La cosa no era para menos. “Todas estas actitudes pueden ser leídas como indicadores de rebeldía frente a los códigos sociales tradicionales. Las mismas batallas que Porras estaba dando en su obra plástica las dio también en su vida y, por esto, pareciera que sus actitudes son muy consecuentes con la intención de desestabilizar los roles tradicionales de género, o ideas como el pudor. Aquí, por supuesto, se hacen explícitos muchos elementos de modernización social respecto del rol de la mujer y sus comportamientos”, escribe Isabel Cristina Ramírez en su artículo anteriormente mencionado.

La torre blanca.

Una osadía pretender sacar a la escena pública lo que siempre había permanecido en casa. “Una rebeldía absoluta” -diría Ramírez-, “porque las mujeres eran criadas para todo lo contrario, para ser reservadas y silenciosas”, no para llevar su desasosiego fuera de su mente, ni para darle voz a su incomodidad. Y, mucho menos aún, para estudiar arte en tiempos donde la profesionalización de la práctica estaba reservada para los hombres.

Así, si bien mantuvo su interés por los paisajes coloniales cartageneros y los retratos, afianzó formas nuevas de figuración a nivel de la abstracción, con elementos que ubicaban sus cuadros, sin embargo, en una geografía específica. Como La torre blanca, de 1958, una referencia al cerro de La Popa. En el arte moderno, Porras asumió una autonomía en la expresión que le permitió jugar con colores, formas y texturas, y crear “nuevos universos plásticos particulares”, reseña el Banco de la República. Sus autorretratos ya no seguían ninguna norma de anatomía, sino solo a su subjetividad, un espacio para la posibilidad.

También posaba para el lente de Nereo López y Enrique Grau, e ilustraba en periódicos locales. Ese es otro aspecto por resaltar, la ilustración -no menos relevante, pero tampoco primordial para consentir su lugar en la historia del arte (casi irreconocible en confrontación con sus pares masculinos, Obregón y Grau)-, y los dibujos que de su pulso le dieron vida a las portadas de famosas obras literarias como ‘La hojarasca’ (1955), de Gabriel García Márquez, y ‘Todos estábamos a la espera' (1954), de Álvaro Cepeda Samudio.

Primera portada de 'La hojarasca', de Gabriel García Márquez.

Cecilia Porras murió joven, a los 51 años, en 1971, en la misma casa del barrio Manga donde inició su pintura, que, al menos en la historia reciente del arte, ya se admira al lado de los grandes revolucionarios artísticos de la época, de la que fue objeto y parte. “Y nos permite mostrar otro de los aspectos involucrados en los procesos de modernización del ámbito local: la manera como las mujeres fueron alcanzando nuevos espacios de acción, representación y profesionalización”, concluye Ramírez. Por eso, que sea hoy, en el centenario de su natalicio, la coyuntura ideal para celebrarla, conociéndola.