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Durán, siempre Durán

Por: Alberto Salcedo Ramos. Escena inicial alrededor del sombrero ¡Goyaaa, Goyaaa! Y, en seguida, apareció la mujer. Se asomó a la puerta, tímida, y allí permaneció sin decir nada.

Por: Alberto Salcedo Ramos.

Escena inicial alrededor del sombrero

¡Goyaaa, Goyaaa!

Y, en seguida, apareció la mujer. Se asomó a la puerta, tímida, y allí permaneció sin decir nada.

- Mira, Goya, llegaron los periodistas. Así que tráeme el sombrero, que vinieron con cámaras y a Durán nadie le toma fotos sin sombrero.

El fotógrafo se aventuró a empezar su trabajo, atraído por la prohibición y por esta semblanza poco conocida del maestro. Acababa de llegar de su pequeña parcela y aún tenía puestas las ropas de trabajo.

- Mire, amigo: Durán habla en serio. Ya le dije que no me gustan las fotos sin sombrero. Ah, qué cosa... ¡usted es el que se va a atrever!

Sorprendido por lo que, en principio, tomó como una prohibición sin importancia, el fotógrafo bajó la cámara: la cosa era en serio.

Pero el tono firme de la amonestación del maestro dio paso a otro, más sosegado.

- Es que nunca me han gustado las fotos sin sombrero.

Cuando se plantó el sombrero que le trajo el menor de sus hijos, le sonrió al fotógrafo, conciliador:

- Ahora sí: encandíleme con todas las fotos que quiera.

A los 24 años, lo inevitable

Como era veloz y fuerte, Alejandro Durán Díaz, el hijo de Náfer y Juana Francisca, consiguió sin mayores esfuerzos el trabajo especial que andaba buscando: se trataba de llevar, corriendo entre vastos pastizales, raciones de carne salada a los peones de las haciendas Mata de Indio, El Rancho, Guayacán, Fanfarrona, Ponciano, Juan Andrés y La Vigía.

Tenía entonces 12 años y el suyo era el único rostro alegre que se divisaba entre las cuadrillas de trabajadores mustios, muchos de los cuales, a fuerza de soportar una gris rutina durante tantos años, habían terminado por ser más cimarrones que el ganado que andaba suelto, en grandes cantidades, por los playones interminables de El Paso, Cesar, su tierra natal.

Algunas veces, los peones se despercudían el cansancio con los sones de Víctor Silva y Octavio Mendoza, dos acordeoneros que sabían de las mañas del monte. En aquellas jornadas, el ron ardía en los pechos y se cantaban el despojos laboral, las últimas noticias del amor y la decepción, los rumbos de la muerte. Eran cantos al servicio de la vida, pues lo mismo podían arreglar una riña de amigos que explicar una lluvia no anunciada o inyectar de humor los acontecimientos trágicos de la región.

Durán estaba fascinado por el mundo musical que acaba de descubrir, entre la luz del canto de aquellos vaqueros enamorados que cantaban en versos las penurias de su ocupación, mientras transitaban por montes embarbascados, de salida lejana, tras las pisadas de un amor que se perdía como una exhalación. Pero, sobre todo, estaba maravillado por el placer que se sentía al enlazar un novillo arisco desde un potro brioso, y por lo que esa actividad simple, si se ejecutaba con dominio, representaba en aquella comarca.

Por las noches, cuando llegaba a casa, trataba de componer una canción como las que escuchaba en las fincas, acompañado por la guacharaca. El acordeón - en su casa siempre hubo acordeón - seguía reposando sobre un rincón, como un animal manso, esperando que él aceptara el llamado que, sin todavía saberlo, ya era un decreto para su vida.

En 1943, cuando tenía 24 años, ocurrió lo inevitable: Alejo Durán y el acordeón se reconocieron mutuamente, y ambos fueron conscientes de lo que sucedería.

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- Alejo Durán, el primer Rey Vallenato

Lo mío es el estilo

Mire, mijo: desde cuando aprendí a tocar el acordeón, me di cuenta de que nada hacía si no lo ponía a hablar. Fue mi padrino, Víctor Julio Silva, quien me dijo que lo importante era el estilo, no la rapidez con que recorriera el teclado.

Cuando alguien me habla de digitación, es como si se lo dijera a un sordo. Es que yo no tengo nada que ver con digitación. Yo soy un acordeonero de estilo.

Me acostumbré a tocar melodía. A tocar lo que voy a cantar y después a tocar lo que ya canté. Yo no me rajo los dedos echando a correr las notas pero le aseguro que tengo mi estilo y que si usted me oye tocando desde lejos sabe en seguida que soy yo el que está tocando. Los otros se confunden. Yo no.

Ahora verá: le voy a echar un cuento. Cuando Gabriel García Márquez vino a Valledupar como jurado del Festival Vallenato, me lo encontré un día en la casa de Hernando Molina, después de 25 años sin vernos.

No sé por qué tenía el presentimiento de que Gabriel no se acordaba de mí. Pero sí, vea, se acordó. Yo lo iba a saludar primero pero él no me dejó llegar a su puesto. Salió corriendo y me abrazó a mitad de camino y después de saludarme dijo que tenía día y medio de estar en la cuna del acordeón y era como si no hubiera oído tocar acordeón. Le contesté: bueno, están tocando los Zuleta. "Sí, pero todavía no he encontrado el acordeón que a mí me gusta". Dijo él. Yo entendí lo que él quería expresarme y al ratico empecé a entonar mis canciones viejas. Fue cuando una pareja se paró a bailar y Gabriel les dijo que no señores, la música de Alejandro Durán no es para bailar sino para oír, y los señores, que eran cachacos, se sentaron, creyendo que era cierto. Todavía no sé por qué Gabriel dijo eso. Debió ser un capricho suyo. Sí, debió ser eso.

Al amor no se le llora: se le canta

- Maestro: en los pueblos de la Costa Atlántica hay gente que no sabe quién es el presidente de la República. Pero todos saben quién es Alejo Durán.

- A mí hay gente que me conoce sin conocerme. Pura fama. Cómo será que cuando se hizo el primer Festival Vallenato yo salí de Planeta Rica con mi acordeón, dispuesto a participar. Cuando llegué a Bosconia, Cesar, me bajé para tomarme una sopa. La señora que me atendió se quedó encantada mirando el acordeón y me preguntó para dónde Iba. "Bueno, voy para el Valle, a ver si me gano el festival".

La señora me miró con lástima: "yo le aconsejo que se devuelva, pues usted no ganará ni en sueños. ¡Imagínese que va a participar Alejo Durán!"

Yo levanté la vista del plato de sopa y lo único que le dije fue esto: "vea, señora, con decirle que a ese Durán es al que más fácil le voy a ganar".

-- Es una historia muy bonita.

-- Sí, cómo no. Hay otra, que me pasó con el señor Ardila Lulle, el que tiene bastante plata. Resulta que en Valledupar, en el Festival Vallenato de 1987, el animador dijo de pronto que el señor Ardila Lulle me quería saludar personalmente, y yo salí mandado desde la parte trasera para darle ese gusto, aunque a mí también me interesó saludar al tipo. Hombre, vea usted que pasé una pena grande. Imagínese que cuando iba llegando a la tarima, un señor bien vestido me salió al paso diciéndome: “maestro Durán, mi cariño lo saluda”. Entonces fue cuando yo solté aquella frase: “yo también lo saludo pero le pido el favor de que me deje pasar rápido, que el señor Ardila me está esperando”. ¡Qué vaina! El señor Ardila era ese que estaba ahí, frente a mí, y que yo había mandado a quitar del camino. Él me aclaró las cosas y a mí me dio pena.

-- Pero esa anécdota es al revés de la suya en Bosconia. Era usted el que conocía a Ardila Lulle “sin conocerlo”.

-- ¿Y usted no cree que sea más importante que él?

-- ¡Él tiene su gracia y yo tengo la mía!

Atraídas por la conversación del maestro, cuya riqueza oral es fama por toda la región, varias personas se habían detenido en su casa, en Planeta Rica, Córdoba, donde reside desde hace 20 años. Los curiosos reían con ganas por la historia que acababa de contar.

La voz de Durán es densa y pausada, y saborea cada expresión como si le sintiera un gusto en el paladar. El lenguaje que florece en su charla es llano, pleno de gracia.

A menudo, al regresar de la modesta parcela que tiene a la salida de Colomboy, donde él mismo cultiva yuca, ñame y maíz, Durán siente la necesidad de hablar con un viejo amigo o un compadre.

Mientras conversan, empiezan a llegar los curiosos, gente que tiene en la palabra suya un bálsamo para las tristezas del alma. Para todos ellos siempre hay tinto en la casa del maestro.

Un niño como de tres años se le sentó a Durán en las piernas y le pidió dinero. -¿Es el último de sus hijos, maestro?

- Mire, antes, cuando me hacían esa pregunta, yo respondía: "dice mi mujer que es el último. Yo no lo digo"... Hombre, pero ahora soy yo quien lo dice.

Se oyó una risotada espesa.

Había llegado más gente y había que hacer más tinto. La risotada se fue aplacando, pero persistió la de una joven de pelo aindiado, sobre quien se volvieron todas las miradas. Cuando la muchacha se dio cuenta, frenó su gozo de manera brusca, apenada. Durán siguió mirándola.

- Así es como me gustan a mí las mujeres - dijo -, francas y gozonas.

La muchacha bajó la mirada, pero no hubiera tenido necesidad de hacerlo, pues al instante el maestro se olvidó de ella. Bebió un sorbo largo de tinto y encendió un cigarrillo, mientras miraba distante, como buscando un nuevo tema. Sin darse cuenta, se había quitado el sombrero en varias ocasiones, obedeciendo a su costumbre de pasar las manos por la cabeza, en las pausas de su conversación (el fotógrafo, entre tanto, aprovechaba).

- A estos músicos de ahora ya no sé qué es lo que les pasa - comentó entonces. Se creen los chachos y consideran que uno está mandado a recoger. Uno no puede decirles nada.

- ¿Usted les ha dicho algo?

- Lo que yo vengo diciendo es que los intérpretes de hoy son muy llorones. Y al amor no se le llora: al amor se le canta. Ahora lo que hay son unas mazamorras de palabras raras que no emocionan a los cantantes y menos al público. Son cantos que más demoran en hacerse que en desaparecer porque no tienen historias sino lágrimas. Tampoco tienen emoción. Y un músico sin emoción no es músico. ¿Usted no los ha visto componiendo por encargo, como quien manda a un hijo a comprar una libra de carne?

- ¿Usted no cree que las nuevas generaciones lo han olvidado? Por ejemplo, en algunos de los pueblos que usted ha visitado últimamente, casi nadie ha ido a verlo, y en cambio a esos mismos sitios han ido conjuntos inútiles, que más parecen mariachis caídos en desgracia, como "El Binomio de Oro", y han llenado casetas.

- Eso nos vive pasando a los que nos negamos a llorar. Pero Durán tiene su gente y con eso le basta para seguir siendo Durán. Además, a mí no me importa que algunos jóvenes no quieran verme y en cambio a otros músicos sí los aplaudan. Porque si usted es músico y vive de su toque grande, pues yo vivo del mío chiquito. Y no necesito del suyo.

- ¿Con lo que ha ganado en la música le alcanza para comprar los cigarrillos?

- No voy a negar que he ganado lo mío. Pero debo haber ganado mucho más. Lo que pasa es que las casas de discos no le muestran a uno el libro de las entradas y salidas. Lo que ellas digan que se vendió, eso es lo que nos liquidan. A la música le debo mis tres casitas y una humilde parcela que tengo en sociedad con un amigo. Ah, también tengo mis vaquitas. Es menos que lo que tiene el señor Ardila, como puede ver.

Dos de sus hijos menores salieron corriendo por la puerta, montados en caballitos de palo. El maestro los miró, intentó decir algo y se aguantó, y los siguió mirando hasta cuando doblaron por la esquina y se perdieron de vista.

- ¿Los vio? Así era yo cuando chiquito. Los hijos lo vuelven a uno cobarde a veces, pero son lo mejor que uno hace. Vea que, después de todo, no soy tan pobre.

- ¿Cuántos hijos tiene?

Durán empezó a hacer cuentas con la memoria, enumerando para sí mismo con los dedos. Tosió. Se quitó y se volvió a poner una abarca. Finalmente, respondió:

- En total, tengo veinticuatro.

- ¿Veinticuatro? ¿Y con la misma?

-- Sí, con la misma, pero con distintas mujeres.

Una nueva carcajada de los curiosos, más densa y sostenida.

-- ¿Con cuántas mujeres, maestro?

- Caramba, con la que más tengo, tengo dos, dijo entonces, malicioso expulsando una gruesa bocanada de humo.

- Diga el número, maestro

- Vea, mijo, es que a mí me parece muy maluco que un hombre lleve la cuenta de las mujeres que ha querido. Son cosas que no tienen números. Uno nunca sabe. Con los hijos es distinto: uno debe saber siempre cuántos tiene y velar por ellos. Yo he querido a todas las mujeres que he tenido. A unas más que a otras, por supuesto, pero todas han sido importantes para mí.

- ¿Cómo se llama la mujer con quien vive ahora?

- Se llama Gloria Dussán. Ah, ¿pero es que no se las he presentado? ¡Carajo, qué descuido el mío!. Goyaa, Goyaaa.

Mientras la mujer venía, a Durán se le dio por mirar al fotógrafo. Lo sorprendió disparando con la cámara y cayó en la cuenta de que se había quitado el sombrero.

- ¡Oiga, eso es trampa! Esas son las vainas que a mí no me gustan. ¿No le dije que no quería fotos sin sombrero? Después salen a decir que yo soy rabioso, pero es que las cosas son como son.

El maestro habría seguido con el regaño, de no ser porque en ese momento apareció su mujer, esta vez de cuerpo entero. Seguía tan tímida como cuando se asomó al principio.

- Goya, los periodistas te quieren conocer. Yo les dije que tú eras la que me había amansado.

Ella sólo dijo el nombre, luego sonrió, breve, y se retiró.

-- Goya es un poco timorata. Cuando yo la saqué a vivir era una señorita chiquitica, una cosita de nada. Ah, pero a mí me servía. Es una buena mujer. Además de los hijos nuestros, ella me está criando dos muchachitos que yo tuve con una joven de aquí de Planeta Rica, llamada Gladys. Ella se murió y yo le hice una canción donde digo que cada vez que la recuerdo es como si se me desgajara un fuetazo en el alma.

- ¿A ninguno de sus hijos le gusta la música?

- A ninguno. Pero yo no se las meto por los ojos, porque esto debe nacer con la persona.

- Uno no se explica por qué usted nunca ha tomado ron, si por lo general los acordeoneros, especialmente los viejos trovadores, eran unos grandes bebedores...

- Nunca me ha gustado y así estoy bien. En cambio, mis hijos son unos borrachos. ¿Usted no se sabe la anécdota de Alejito? Hombre, estaba en la casa, tomando trago con un amigo, y de pronto, cuando la botella se estaba acabando, el tipo dijo: "carajo, que cayera un aguacero de ron, pero a chorros". Y Alejito le contestó: "no, aguacero no: que sea una lloviznita, para que no se desperdicie".

Acordeón y sentimiento

Una vez aprendió a tocar el acordeón, lo demás fue fácil para Alejo Durán: los mismos motivos e historias que lo deslumbraron a él en su época de peón en las haciendas de El Paso, fueron cantados, con un hondo acento lírico, por pueblos desconocidos.

Hombres y mujeres de todas las edades escuchaban las historias y de inmediato se identificaban con ellas, porque se reconocían en aquellos cantos de sabiduría simple y realismo vigoroso.

Mucho antes de que grabara canciones perdurables como "La cachucha bacana", "Mi pedazo de acordeón", "Altos del Rosario", "Joselina Daza", "Alicia Adorada", "039" y "El verano", Alejandro Durán era ya una religión para aquellos pueblos miserables, a los que les sirvió de correo cantado.

Todo el mundo se petrificaba de asombro cuando las manos de Alejo, curtidas por el enlace de novillos y el desmonte de pastizales, recorrían el teclado con seguridad, con ciencia, pues era como si el acordeón se tocara solo, con un equilibrio perfecto entre sus sonidos y la emoción que él quería expresar. Ninguna nota sobraba ni faltaba en la desenvoltura de ese estilo purificado que le permitía al instrumento vivo que tenía en el pecho, decir su voz.

Esa maestría acompaña a Alejandro Durán siempre. A los 68 años, su canto sigue vigoroso y cadencioso, torrencial. Y sus dedos, raspados en ese incesante laboreo que ha sido su vida entre rastrojos y malezas, aún buscan con habilidad las entrañas de la música, moviéndose apenas lo suficiente para despertar al acordeón por partes, hasta conseguir que él mismo exprese sus notas. En el fondo, no es más que buscar el cauce de sus emociones, porque, como lo dijo él mismo hace varios años, "para quien sabe, hombre y acordeón son una sola cosa".

El mérito principal de Durán es que comprendió que el acordeón tiene su voz y es preciso dejar que la diga. No como la mayoría de intérpretes actuales, para quienes el acordeón es un simple instrumento. Como si no fuera, más bien, una prolongación del sentimiento.

A los 68 años, el aporte de Durán a la música popular colombiana está fuera de cualquier duda, pero esa grandeza no ha significado cambios sustanciales en sus costumbres, pues nunca ha dejado de trabajar la tierra como cualquier labriego. Ni siquiera ahora, cuando sus músculos están cansados y teme montar a caballo.

Es cierto que ya no le jala a la vaquería ni tiene aquel tino maravilloso que hizo que fuera durante muchos años el mejor enlazador de la región. Pero, como en los viejos tiempos, madruga todos los días de Dios a su parcela, y por las tardes, cuando regresa en medio de un sol ya débil, entona antiguos cantos de boga y lamentos de origen desconocido.

Las jornadas en el campo no son un medio de supervivencia económica, sino la única manera que Durán conoce para reafirmar su vida. Por eso, su importancia no se reduce a la fuerza de sus cantos, al manejo de los bajos y a la densidad de su voz, sino que abarca también la lección de dignidad que ha dado al seguir haciendo lo que a él siempre le gustó, sin importarle que esa actividad sea menospreciada por músicos mejor vestidos que él pero intrascendentes.

El maestro recuerda

Cuando yo empecé a andar, andaba por gusto. Y no se ganaba plata.

Ahora los músicos no hacen esas corredurías que hacíamos nosotros, porque les falta vida.

Es que los músicos de hoy todo lo encontraron pilado: hasta las buenas canciones las encontraron ya hechas. No es como en la época de uno, que los músicos pasábamos trabajo porque nadie quería saber nada de vallenato.

A nosotros nos sacaban de las casas con palabras gruesas, ¿oyó? Nos decían lo que no se le dice a un perro, y aquello era como un pescozón en plena cara.

Pero no nos descomponíamos. ¿Sabe qué hacíamos? Nos íbamos para donde otro fulano, que ya sabíamos que cumplía años, y le cantábamos tres canciones. Este nuevo cliente también se entusiasmaba y nos llevaba a otra parte. Total: recorríamos todo un pueblo donde no conocíamos a nadie pero donde la gente terminaba siendo amiga con nuestras canciones. Mientras tanto, uno recogía, si acaso, unas cuantas monedas. Le hablo de hace 40 años.

Recuerdo cuando empecé a grabar, en láminas de acetato: él dueño del negocio me daba 20, 30 placas de esas, y yo mismo salía a pregonarlas de pueblo en pueblo. Después, le traía la plata. El sacaba el gasto de la hechura y el resto lo partíamos entre los dos. Ahí mismo volvía a grabar otra cosa y de nuevo me Iba, a vender esas canciones. ¡Hubiera visto usted por donde andábamos nosotros! Casi siempre andábamos mal andados, por los caminos de esa época, que eran muy pesados. Muchas veces, ni los burros ni los caballos querían andar, de tan enredado que estaba el tráfico. Por eso nos alegrábamos tanto cuando, después de esas corredurías tan largas, la gente nos mostraba aprecio y nos compraba todos los discos.

Cuando uno salía en correduría, sabía cuándo se iba pero no cuando regresaba. A veces nos daban por muertos y resulta que estábamos más vivos que el carajo. Pero lejos.

Era frecuente que en esos pueblos desconocidos, adonde la fama de uno había llegado antes que uno mismo, hubiera músicos repuntantes esperando que uno llegara. Nada más que para retarlo a versear y a tocar acordeón.

Así se fueron creando enfrentamientos entre músicos que no se conocían siquiera, pero que un día debían decidir quién era el mejor, en una plaza que los seguidores de ambos se encargaban de escoger. Eran los tiempos de las famosas piquerias, que a mí nunca me entusiasmaron. No sé... eran como peleas y yo nunca he servido para pelear. Claro que fueron importantes, porque formaron a hombres de la talla de Samuelito Martínez, Germán Serna, Emiliano Zuleta y Santos Ospino, que eran muy buenos de rutina y rápidos de mente.

En esas corredurías fue donde conocí a casi todas las mujeres que después salieron en mis canciones. Es que uno en cada pueblo conseguía amores.

Las mujeres fueron todo para mí. Con decirle que hasta negocio fueron, pues yo tenía que estar enamorado para seguir componiendo. O despechado, tal vez. Porque a la hora de la verdad los temas de componer son dos: el amor o la decepción. Lo demás es invento y a mí no me gusta inventar. Yo no le voy a decir si debe o no debe permitirse que un compositor invente. Los de hoy lo hacen, según se ve. ¿No es así? Allá ellos. Si un tipo es capaz de emocionarse cantando embustes, cosas que no han sucedido, que lo haga. Nosotros, los viejos, preferimos cantar lo que nos ocurre. Por eso tampoco aceptamos componer en serie, por encargos, porque nuestras canciones tienen que ser sentidas por nosotros, no impuestas.

Ah, pero volviendo a las mujeres que uno conoció en las salidas, le digo una cosa: hay amores de amores y amores que se quieren. Eso lo aprendí caminando.

Cuando uno se enamoraba de verdad era un tigre, oyó, un tigre que perseguía a la dama por donde fuera. La olía a lo lejos. La llamaba con el silbido. Y si la cosa se ponía muy difícil, entonces uno se tiraba a fondo, a buscarla en cualquier rincón. Lo importante era dar con ella para saber de una vez por todas si se triunfaba o se fracasaba. Si uno salía derrotado, por lo menos quedaba eso: haberla encontrado.

Hasta en eso nosotros éramos diferentes a los músicos de ahora, que nada más con una llamadita por teléfono solucionan el problema. Muy fácil. Así mismo quieren hacer con las canciones.

Todos esos recuerdos son mi vida. Lo mejor que tengo. Fíjese que he perdido muchas cosas con los años, menos la voz y la rutina con el acordeón. Como que uno nace para morir con eso.

De lo que tengo, lo mejor es mi familia. Mis hijos están regados, como semillas, pero yo sé dónde están y son muy importantes para mí.

A estas alturas le puedo decir que no le tengo miedo a la muerte, porque desde que el mundo es mundo, los hombres se envejecen y mueren. Ahora la gente ni siquiera alcanza a envejecer antes de morirse. Y a eso sí hay que tenerle miedo, ¿oyó?

Después de todo, ahora mismo podría morirme y le juro que me iría feliz de saber que no he vivido en balde. Esto se lo digo porque me siento querido y todavía me quedan algunas fuerzas.

Claro que ya casi no compongo, pero es porque no me enamoro. La última enamorada que me pegué fue ésta. Eso sí: nadie quita que más adelante me enamore otra vez y siga haciendo mis cancioncitas. Yo se por qué se digo.

¿Sabe de quién me volvería a enamorar?... De Goya.

(Planeta Rica, Córdoba. Julio de 1987)

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