Pasar al contenido principal
CERRAR

Bibliotecas personales: el destino de los libros

Las lecturas que se quedan en la memoria.

Por: Eduardo Otálora Marulanda

Cuando empecé a construir la que hoy es mi biblioteca debía tener unos diez años. Entre los primeros libros que tuve recuerdo con especial cariño una colección de clásicos de la literatura en versiones para niños que me regaló un tío luego de que sus hijos se cansaron de leer y releer cada tomo. Me acuerdo especialmente del libro dedicado a Peter Pan. Tenía el lomo roto y le salían unas hilachas que amenazaban con desencuadernar el libro cada vez que lo abría. Y lo abrí muchas veces, cientos quizás, porque me encantaba imaginar que también era un niño perdido y que Campanita venía por la noche y me rociaba con su magia para que fuéramos volando a la tierra de Nunca Jamás donde me esperaba un camarote para dormir en la guarida que había debajo de un árbol, entre las gruesas raíces. Ese era mi favorito, pero todos me gustaban. La colección era inmensa, ahora calculo que tendría unos treinta títulos, cada uno cuidadosamente encuadernado en tela verde (ya percudida por los años y las lecturas), con tapa dura y con letras doradas grandes en las cubiertas. Eran libros bellos y, sin embargo, mi mamá los regaló.

Sobre eso de regalar los libros de la biblioteca es que trata este texto.

Luego de esa primera colección empecé a armar mi propia biblioteca. Los libros con que la alimentaba eran, en su mayoría, tomados de las repisas de mis padres. Sacaba alguno y, si me gustaba, no lo devolvía. Descaradamente me lo quedaba y le daba un lugar en mi repisa. Mis padres me dejaban hacerlo porque, tarde o temprano, sus libros serían heredados por mí. Luego, cuando ya me quedé con todos los que me gustaban, empecé a comprar libros baratos de los que vendían en la calle por el centro de Bogotá. A punta de libros de dos mil pesos mi biblioteca engordó y mis lecturas se nutrieron. No siempre fueron buenos títulos, debo admitir, pero algo se sacó de todos esos libros-basura que podía comprar rasguñándole pesos a mi mesada. Así creció la biblioteca y así también empezó ese deleite de cada año por contar cuántos libros tenía ya. Recuerdo que celebré leyendo toda la noche el día en que completé mis primeros cien libros. Fue poco antes de entrar a la universidad. Y valga decir que de ahí en adelante la biblioteca engordó bastante con cada nueva clase, porque no me gustaban las fotocopias y hacía lo posible por conseguir los libros. Sí, ya era un fetichista de los libros que los forraba con contact transparente para que las carátulas no se deterioraran, no los abría demasiado para que no se descuadernaran y los subrayaba con lápiz y con regla, para que fueran bellos objetos de trabajo.

Bueno, admito que lo de los subrayados lo sigo haciendo, con portaminas 0,5 2H.

Pero cuando me fui a vivir solo me di cuenta de cuánto pesaban los libros, sobre todo los que estaban ahí sin ser leídos, sólo porque, por ejemplo, me pareció importante tener un libro de un autor clásico de la literatura. Sí, tenía muchos libros de segunda, de los que compraba en la calle, que ni los había abierto y sólo los atesoraba porque me imaginaba que algún día alguien vería mi biblioteca y diría “Oh, Eduardo, qué maravilla de libros que tienes”. En el fondo, ahora lo sé, esperaba que mi biblioteca hablara por mí y le dijera al mundo “Oigan, Eduardo es una persona muy culta que sabe de muchas cosas, quiéranlo”. Pero con el trasteo me di cuenta de que si quería que dijeran eso de mí debía hacer dos cosas: primero cargar las diez cajas de libros que ya sumaba para ese entonces y, segundo, leer más, no sólo “chicanear de biblioteca”. Con ese trasteo entendí por qué mi mamá regaló la bella colección de libros infantiles de la que hablé antes. Ella sabía lo que yo descubría en ese momento: un libro en la repisa es medio kilo en la espalda. Y, sin embargo, en ese trasteo me rehusé a dejar libros. Los cargué todos y cada uno, empacándolos en orden alfabético para que fuera sencillo reorganizar la biblioteca en el nuevo apartamento.

Cuando me fui de ese apartamento, seis años después, ya tenía veinte cajas de libros y había dejado de contarlos a final de año. Sólo me deshice de algunas fotocopias y de uno que otro libro que me habían regalado y, definitivamente, no me interesaba. Cargué con veinte cajas, como ciento cincuenta kilos.

Luego vinieron más trasteos, un matrimonio que sumó otras treinta cajas a la biblioteca familiar y un hijo que, naturalmente, ama los libros y ya tiene más de ciento cincuenta en las repisas de su cuarto. Sin embargo, un día, con el último trasteo, nos quedamos sin donde poner los libros porque no teníamos repisas. Todas las cajas se arrumaron en la ducha de un baño auxiliar y ahí se quedaron por casi dos años. Sí, dos años sin libros. Y sobrevivimos. Fue entonces cuando mi esposa y yo nos dimos cuenta de que no necesitábamos tenerlos, que podíamos quedarnos con los que de verdad amáramos y nos sirvieran para el trabajo, pero que muchos de los que teníamos hablaban más de nuestra actitud acumuladora que de nuestra “cultura”, como yo pensaba antes. Entonces mandamos a hacer tres repisas y nos comprometimos a que ahí nos deberían caber todos nuestros libros. Cupieron y sobraron cuatro estantes. Los demás los empacamos en cajas y los donamos a la biblioteca de una cárcel, donde serán aprovechados, donde dejarán de ser peso muerto para convertirse en esperanza, donde, quizás, cumplirán el verdadero objetivo de un libro: ser abierto y leído, no acumulado en un estante.

Ahora entiendo por qué desapareció de mi casa la colección de libros bonitos de la que hablé al principio. Mi mamá la regaló porque sabía lo que ahora yo sé: los libros son sólo objetos, las buenas lecturas se quedan en la memoria. Y, por si alguna vez dan ganas de releer, siempre están abiertas las puertas de las bibliotecas, que también se alimentan con donaciones que hace gente que no sabe qué hacer con tantos libros.

ETIQUETAS