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Ángel Marino Beltrán, una luz que apagaron

Hace exactamente tres años, el 22 de julio de 2018, la absurda violencia del país se llevó a un baluarte cultural del Pacífico colombiano. Esta es la historia.
Alcaldía de Cali

Hace exactamente tres años, el 22 de julio de 2018, la absurda violencia del país se llevó a un baluarte cultural del Pacífico colombiano. Ángel Marino Beltrán era un timbiquireño orgulloso de sus raíces, y eso se dejaba ver perfectamente cuando tomaba posesión de su puesto como director musical y ejecutante de la marimba en la legendaria agrupación Socavón. El investigador y doctor en Artes antioqueño Federico Ochoa tuvo el privilegio de conocerlo y de escuchar su obra en diferentes escenarios, y escribió este texto a manera de semblanza amorosa y sonora por el amigo y el maestro que hoy no está.

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Por Federico Ochoa *

Lo conocí por casualidad. Mi hermano estaba en el festival de música del Pacífico Petronio Álvarez, en Cali, y quería contactar marimberos. Le recomendé a Wilcho, con quien había compartido en un viaje que realicé a Timbiquí y toda la costa del Pacífico sur colombiano. Mi hermano se dirigió al Hotel Los Reyes, el “hotel de los músicos”, y a la primera persona que vio le preguntó por Wilcho. “Wilcho no está. ¿Qué quiere?”, le respondió. El interlocutor era Marino Beltrán, no solo uno de los mejores intérpretes de la marimba de chonta, sino uno de los más grandes conocedores de las músicas del Pacífico sur colombiano.

No recuerdo cuándo vi a Marino por primera vez, si en un Petronio o cuando fui al Festival Folclórico del Pacífico, en Buenaventura. Pasamos allá un fin de semana, creo que en 2003. Me consiguió un cuarto en el hotel donde él se hospedaba con Socavón, grupo insignia de esta música y del cual él hacía parte como marimbero y director musical. Tres días estuve en su regazo, viendo los ensayos, viéndolo vivir, empeñado en aprender de su maestría, tanto de forma racional como inconsciente. Siempre he creído que por ósmosis también se aprende. Embodyment, es como le dicen hoy.

Allí, en Buenaventura, me pidió que lo acompañara a construir una marimba. Para afinarla solo se guio de su memoria auditiva: cortaba aquí, limaba allá, tocaba y escuchaba… limaba allá, cortaba aquí, tocaba y escuchaba; lijaba, cortaba, tocaba y escuchaba… No decía nada, ni afirmaba ni renegaba, pero su rostro evidenciaba los aciertos y desaciertos. Cuando terminó, la marimba tenía la misma afinación que las que había utilizado en las grabaciones de sus discos con Socavón. Un rotundo ejemplo de memoria ancestral.

Tiempo después lo contacté para que viajara a Medellín a tocar en Colombiamoda, porque quién sabe qué inspirado ejecutivo-creativo del evento quería un representante de la música “más afro de Colombia”. En esa ocasión se hospedó en la casa de varios amigos músicos, sede del grupo Yambelé, en Envigado, una casa que fue epicentro de un movimiento cultural de músicas afrocolombianas liderado por pereiranos y medellinenses. Allí compartimos varios días, entre frijoles, pescado, gaitas, clarinetes, tambores y marimba. Fue la última vez que lo vi. A

Ángel Marino Beltrán lo mataron en el parque de Timbiquí a balazos el 22 de julio de 2018.

Marino era una biblioteca andante, no por el cúmulo de datos, cifras, fechas, citas o frases célebres que te pudiera contar; no sabía de Homero, la Ilíada, Descartes, Platón, o Marco Polo; no sabía de la problemática de Putin-Biden, y seguramente no era activista de Green Peace, ni estaba al tanto del gabinete del gobierno de turno. Es más, siendo honestos, Marino no era una biblioteca andante, porque eso significaría que tendría el conocimiento de muchos libros en su cabeza, y lo que sabía Marino no está en libros.

Marino conocía como muy pocos la forma de tocar una juga, un currulao, un bunde, una rumba timbiquireña, y no solo desde su instrumento principal, la marimba de chonta, sino desde el canto, desde los tambores, desde el baile, desde el evento, la fiesta, el encuentro festivo que se desarrolla en torno a esta música ancestral. Y cuando digo ancestral no es un cliché, no se trata del uso reiterativo e insustancial de este lugar común cuando se alude a las músicas tradicionales colombianas y, en particular, a las músicas afro. No.

Su conocimiento era ancestral porque lo aprendió justamente a través de la tradición oral, de generación en generación, por ósmosis, mediante la práctica y la convivencia con sus coterráneos, en su ambiente, con sus instrumentos, en medio de la sonoridad de su cultura. El dominio que Marino tenía de la rítmica del currulao, del lenguaje de la marimba, de la sonoridad del conjunto, del acople de los tambores, de la forma del canto, me daba envidia. Y me daba rabia. Y admiración. Y rabia. La rabia que acompaña a una envidia y la admiración de quien reconoce que por mucho que se estudie lo que el otro hace, por mucho que se analice, nunca se llegará a tener una comprensión a cabalidad.

Tanto en la rítmica como en la afinación, las músicas del pacífico sur colombiano escapan a las lógicas occidentales que compartimentan, catalogan, separan, dividen, taxonomizan lo que se encuentran, en este caso el tiempo, la duración y la altura de los sonidos. Las rítmicas de la juga y el currulao, endiabladamente complicadas, son un reto para los más avezados músicos de conservatorio y, sin embargo, son músicas para el disfrute y el goce: para bailar, para cantar, para festejar. Su afinación es vista con desgano por músicos formados en conservatorios, pero se amalgama perfectamente con las formas y las lógicas de construcción de la marimba y su versatilidad tonal. Y en todo esto, Marino era insuperable.

¿Cómo aprendió Marino? ¿Cómo llegó a ser un crack en la ejecución de la marimba, en el manejo de esta música casi imposible de aprehender para quienes no crecimos en ese entorno? ¿Cómo se convirtió en un referente y un guía en la ejecución de las músicas de marimba y en general en las músicas tradicionales del pacífico colombo-ecuatoriano? Lo intuimos pero no lo sabemos.

A Marino Beltrán, como a la gran mayoría de intérpretes de músicas afrocolombianas, cuando le pregunté cómo aprendió, respondió: “yo aprendí solo”. -¿Nadie te enseñó? -No, nadie me enseñó. -¿Cuándo estudiaste marimba? -Nunca he estudiado. Afirmaba. Y era cierto. Marino nunca estudió marimba, no: Marino tocó marimba, jugó con la marimba, se enfiestó con la marimba, compartió con la marimba, hizo amigos con la marimba, “mató” el tiempo con la marimba, se distrajo con la marimba, se olvidó del hambre, del sol, de los problemas con la marimba.

Los medios de comunicación simplemente informaron que murió un “reconocido músico e intérprete de marimba del pacífico”. No hubo seguimiento a la noticia, no hubo investigaciones al respecto. Seguramente la información se hubiera ampliado, o cubierto de otra manera si el afectado hubiera sido un guitarrista de Cali, un pianista de Bogotá o, como yo, un saxofonista de Medellín. Pero no, Marino era negro, marimbero, y de Timbiquí.

Pero Marino no era solo un músico más. Su asesinato es un hecho con un significado y una trascendencia mucho más profunda. Él era un portador, distribuidor y amplificador de una música centenaria; era depositario de un legado cultural emancipador.

¿Por qué lo mataron? es una pregunta innecesaria, un poco ofensiva. Generalmente, y de forma absurda, este cuestionamiento lleva implícito un afán justificador, una búsqueda por encontrarle sentido a un hecho que no lo tiene, un intento por entender la lógica detrás de un asesinato como forma de tranquilizar nuestra consciencia, y por tanto deja de ser una inquietud sensata para tornarse en una pregunta que revictimiza. ¿Por qué mataron a Marino? No me interesa, no quiero saberlo.

Me imagino la escena como la cuentan: que estaba en el parque de Timbiquí en el sur de la costa pacífica caucana, sentado, tomando algo, cuando dos sujetos le dispararon por la espalda. En ocasiones imagino una moto, veo dos sujetos apagarla, bajarse, uno de ellos con camiseta blanca y jean, el otro con camisa rojo oscuro, ambos armados, caminando decididos; mi punto de visión está a la altura de su cintura, y Marino se encuentra a pocos metros, sin percatarse de nada cuando cae de repente, acribillado.

En otras ocasiones imagino que corre, pero no alcanza a huir de las balas a pesar de su juventud y agilidad. Siempre reproduzco la escena en completo silencio, sin música de fondo: a pesar de que sé de los altoparlantes en el parque de Timbiquí, el silencio se impone.

Pero no quiero imaginar más, o por lo menos no quiero contar lo que imagino. La marimba de Marino no suena más en vivo, Marino no compone más canciones; no nos conmoverá verlo en el escenario con su altivez, su maestría rítmica, su perfección musical.

Pero Marino, aunque también suene a frase de cajón, siempre nos acompañará no solo porque hoy, para fortuna nuestra, podemos escuchar digitalmente algunas de sus canciones, de su canto, de su música y, claro está, de su marimba; sino también porque Marino fue maestro de marimba en diversos municipios del sur de la costa pacífica colombiana, donde transmitió parte de su saber, nuevamente por medio de la oralidad. Y por eso te grito, Marino, te grito con rabia y con admiración: tu cosmogonía ancestral, la que difundías con tus cantos, tus revuelos, tus acentos, nos seguirá inundando el alma de río, de lluvia, de mar.

Sí, el 22 de julio de 2018 mataron en Timbiquí a Ángel Marino Beltrán. Marino quizás no era visto como un líder social, pero sí era un líder musical, y quizás, por eso mismo, también era un líder social. Los principales medios nacionales simplemente registraron el hecho y anotaron que era un importante músico del Pacífico y que se haría “la respectiva investigación exhaustiva para esclarecer los hechos”.

Sin embargo, hoy, casi tres años después de su asesinato, tenemos dos certezas: que el mundo, con su ausencia, perdió a un personaje importante de nuestro patrimonio cultural inmaterial afrocolombiano; y que todos, todos, padecemos tanto de una indolencia aguda, como de una soberbia y un desconocimiento crónicos, que nos impiden dimensionar y comprender su ausencia y tantas otras que ha habido y que lastimosamente habrá.

* Federico Ochoa es doctorado en Artes y docente vinculado a la Universidad de Antioquia. Es autor de “El libro de las gaitas largas. Melodías y canciones” (editorial PUJ, 2013), coautor de “El libro de las cumbias colombianas” (editorial U de A, 2018) y del libro-CD “La caña de millo: voz histórica y silenciada de la cumbia” (Discos Chaco, 2021). Junto con sus hermanos Juan Sebastián y Alejandro conforma el trío Aguaelulo.

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