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Sonidos colombianos: La conspiración de Los Teipus

Los Teipus permanecen en la sombra, víctimas de nuestra mala memoria sonora. En 1969 grabaron un disco que hoy es muy buscado.

Por: Luis Daniel Vega.

Fotos cortesía: Ernesto Echeverri

Al igual que muchas bandas colombianas que hicieron pop durante los años sesenta, Los Teipus permanecen en la sombra, víctimas de nuestra mala memoria sonora. En 1969 grabaron un disco que hoy es muy buscado por su versión edulcorada del clásico “007 (Shanty town)” del cantautor jamaiquino Desmond Dekker, la hermosa balada del malogrado poeta Mario Ochoa y la colorida portada diseñada por Olga Walter.

Ernesto Echeverri, miembro original de la banda, reconstruye con detalle una historia que incluye amistad con Álvaro Cepeda Zamudio e incursión sonora en el cine experimental de Luis Ernesto Arocha. Nos cuenta, entre otras cosas, cómo fue que se bautizaron con tan singular nombre –que no es, como muchos pensábamos, una alusión a un término amerindio- y que mientras se preparaban para grabar su único disco presenciaron la llegada del Eagle a la luna

De Los Putas a Los Teipus

A mediados de los años sesenta, coincidimos en el Gimnasio Moderno tres jóvenes costeños: el samario Alfredo Luis Fuentes, Mario Ochoa Mejía –nacido en Bogotá, pero criado en Santa Marta- y yo, Ernesto Echeverri Dávila, que soy barranquillero. Hacer música era una magnífica forma de pasar el tiempo libre en ese lugar donde estábamos internados. Si mal no recuerdo, fue en 1965 cuando el grupo se presentó oficialmente en el teatro del colegio. Ese día el cuarto integrante de la banda fue Bernardo Arbeláez, quien al poco tiempo fue reemplazado por Enrique Alberto, el hermano de Alfredo. Al principio éramos un cuarteto acústico compuesto por dos guitarras, un bongó y flauta dulce, influenciado profundamente por Los Panchos y Bovea y sus Vallenatos. Esto duró muy poco pues, como otros jóvenes de la época, nos rendimos al encanto de los Beatles: tanto nos tocó el corazón que empezamos a componer nuestras propias canciones en inglés. ¡Cambiaría nuestra música para siempre!

En esos días, Mario estaba ennoviado con María Angélica Mallarino. Ella tenía una hermosa voz y en el escenario emanaba una energía poderosa. Con el tiempo se convirtió en la quinta integrante de la banda. Por cierto, fue su mamá quien nos sugirió un detalle que definiría nuestra personalidad. Originalmente nos llamábamos Los Putas, nombre que disfrazamos trasponiendo las sílabas de la rimbombante palabra. Como Los Tapus duramos un tiempo hasta que la madre de María Angélica nos dijo que seguía siendo muy obvio. Fue entonces cuando se nos ocurrió pronunciar la “a” en inglés y escribirla en español. Así quedamos bautizados como Los Teipus.

Los Teipus con María Angélica Mallarino. Archivo personal de Ernesto Echeverry.

Nunca nos consideramos profesionales del oficio musical, más bien nos sentimos cómodos en el flanco de los aficionados. Era habitual, por ejemplo, que tomáramos onces con nuestros fans o termináramos tocando en rumbitas donde los espontáneos se sumaban a nuestras improvisaciones. Sin embargo, nos presentamos muchas veces en televisión compartiendo escenario con algunos ídolos de la música juvenil como Oscar Golden y Harold. Otra escena musical que vivimos fue la universitaria: en la Plazoleta de Ingeniería de la Universidad de los Andes –donde estudiábamos- alternamos una vez con Augusto Martelo. Aun hoy, después de tantos años, muchos recuerdan que los hermanos Fuentes llevaron la lora de su casa ¡disque para que nos ayudara con el ritmo!

Otras veces fuimos invitados a conciertos de rock eléctrico y pesado. El más memorable fue en el Teatro la Comedia, el día en el que debutó Siglo Cero. No fuimos muy bien recibidos al principio por el público hostil que nos chifló cuando nos vio salir con guitarras acústicas. Logramos apaciguarlos –incluso nos aplaudieron- con una canción a cuatro voces muy al estilo de Simon and Garfunkel y Crosby Stills, Nash and Young.

Foto: archivo personal de Ernesto Echeverry.

Conspirando en Codiscos

A raíz de nuestras presentaciones en la televisión, nos contactó el sello Codiscos. Arribamos a Medellín en un momento trascendental para la humanidad: recuerdo que presenciamos la llegada del hombre a la luna en el pequeño televisor en blanco y negro de la recepción del hotel en el que nos alojábamos. La compañía disquera se encargó de todo: nuestros honorarios, los arreglos, la dirección artística y el repertorio. Escogieron una serie de éxitos muy populares en el momento como “La vida sigue igual” de Julio Iglesias, “Buena suerte” de Las Cuatro Monedas, “No puedo quitar mis ojos de ti” de Matt Monroe o “Yo soy ese amor de Burt Bacharach. Ninguna de estas canciones era realmente nuestro estilo. Hicieron una concesión con “Los sonidos del silencio”, brillantemente adaptada al español por Mario Ochoa, quien aportó la letra de “Un día llegará”, la única canción del disco compuesta por nosotros. También incluyeron “Tu nombre me sabe a yerba” que, según nuestro amigo Álvaro Cepeda Zamudio, le encantó a Serrat. Yo todavía sigo sin creer esa historia de Álvaro.

El director artístico de la grabación fue el barranquillero Juancho Vargas, quien había estudiado con Pedro Biava en el Conservatorio. Él tuvo mucho que ver con el concepto del disco. Supongo que vio nuestras capacidades vocales y decidió hacer arreglos muy detallados de las voces. Los músicos de estudio eran de Los Hermanos Martelo que por esa época tocaban en algún club de la ciudad. Es por eso que en algunos solos de trompeta se siente un aire tan tropical: aunque suena raro en esta música, resulta muy refrescante. Nos fuimos felices de Medellín pues la mezcla sonaba muy bien. Más tarde, cuando oímos la versión final, nos sentimos algo frustrados. Resulta que Codiscos acababa de comprar un clavicordio eléctrico y lo estrenaron en nuestro disco. Pienso que le dieron al instrumento un papel muy protagónico.

«Apareció por allí Álvaro Cepeda Zamudio»

Teníamos un contrato para cantar los fines de semana en un restaurante ruso llamado Vladimir, situado frente al Parque Nacional de Bogotá. Un día apareció por allí Álvaro Cepeda Zamudio, quien fue a comer con el arquitecto Fernando El Chuli Martínez. Nos caímos bien desde el principio y se forjó una amistad entrañable que duró hasta su muerte. Al Vladimir fue varias veces a oírnos; se gozaba nuestras canciones. Fue entonces cuando planeó llevarnos a Barranquilla –con todos los gastos pagos- para un concierto en Bellas Artes. Hubo un despliegue insólito en el Diario del Caribe. Nuestra foto salió en primera página y durante varios días nos dedicaron notas y crónicas. Si la memoria no me falla, en esas mismas vacaciones nos fuimos después a Santa Marta donde ensayamos las canciones del disco que grabaríamos posteriormente en Medellín.

Álvaro era un tipo excepcional de talante casi mítico: podía ser, al mismo tiempo, un alto ejecutivo de Bavaria o un periodista del Diario del Caribe que fumaba tabaco con los pies sobre la mesa, se burlaba de los cachacos, se reía a carcajadas y se hacía querer de sus amigos, muchos de los cuales –los más íntimos- eran Alejandro Obregón o Gabriel García Márquez.

Más que un mecenas, fue mentor y cómplice. Lo conocimos cuando estaba terminando su obra Los cuentos de Juana, que oímos contar de viva voz varias veces. Frecuentemente nos convidó de nuevo a Baranquilla. Íbamos con él a La Tiendecita, pues ya para esos años La Cueva no existía, y nos sentábamos a tomar cerveza en la sala de los dueños. Fuimos muchas veces a su casa en el Prado donde compartíamos con su esposa Tita y sus hijos. Me acuerdo que una vez cocinó la sopa bouillabaise, su especialidad, y en otra ocasión ilustró con gráficas la supuesta relación de nuestra música con El rapto de las sabinas, una ópera de Benjamin Britten, que, a propósito, no hizo escuchar entera. Alguna vez autografió en una servilleta una canción que le dedicó a Alfredo Luis Fuentes.

Conspiraciones cinematográficas

A través de Álvaro Cepeda conocimos un montón de personalidades del mundo del arte que iban desde Joan Manuel Serrat hasta el cineasta Luis Ernesto Arocha. Con este último colaboramos en un video acerca de la Universidad de los Andes. Nos encontramos de nuevo con motivo de Azilef (1971), un cortometraje experimental basado en las “minimáquinas” de la escultora Feliza Burzstyn, A sabiendas de que “Lovely trip” era una canción nuestra que giraba en torno a un viaje sugestivo y psicodélico, Luis Ernesto decidió incorporarla a la banda sonora de su película. También contribuimos con apartes de música electrónica que improvisamos en el estudio. El corto se estrenó en la exposición de Feliza. ¡Al final ella nos regaló una de sus esculturas!

Poco antes de la muerte de Álvaro, él y Luis Ernesto filmaron el corto documental La subienda (1972) al que nos invitaron a ponerle música. Fuimos a los Estudios Ingesón con muy poco estructurado, salvo unos versos de Álvaro que hablaban de un pescado de plata. Mario escribió una letra en inglés que Arocha rechazó tajantemente. Decidimos componer sobre la marcha una pieza que, montada sobre los mínimos acordes de la guitarra de Enrique Alberto, reemplazaba la melodía vocal por una flauta que interpretó Mario. Luego, Luis Ernesto hizo magia frente a la moviola y logró que la improvisación correspondiera al ritmo de la película.

Álvaro murió sin ver terminada la película.

La vida no siguió igual

Quisimos hacer un segundo disco que no llegamos a materializar. Antes de separarnos realizamos un par de grabaciones sin propósito comercial en Baranquilla: unas en el estudio del Capi Visbal y las otras en Discos Tropical. Lo que hicimos donde Visbal nunca llegué a escucharlo, mientras que la cinta de Tropical me la entregó un día Tony Fortou, el hijo del dueño del sello. Ahora mismo no sé quién la tiene o quién la perdió.

En aquellos días agitados ya estábamos próximos a graduarnos de la universidad. Continuar con la banda o cada cual con la carrera que había estudiado se nos presentó como una encrucijada. En la antesala de su desaparición, Álvaro Cepeda puso a nuestra disposición una casa de campo que tenía en Sabanilla para que creáramos canciones. Ninguno asumió el riesgo. Creímos en ese momento que la propuesta de Los Teipus no tenía cabida en el ambiente musical colombiano. A mediados de los setenta cada cual emprendió su camino.

Alfredo Luis se dedicó a las leyes, terminó como Secretario General del Pacto Andino y fue, durante una temporada, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. Por su parte, Enrique Alberto estudió Ingeniería Industrial, trabajando durante muchos años en el sector financiero de Barranquilla. Se jubiló y vive en una finca ubicada en Sutatá, Cundinamarca. Los hermanos Fuentes contagiaron a sus hermanos menores del virus de la música: Fabio es violista y trabaja en la Filarmónica de Caldas, mientras que Armando –actual director del programa de música de la Universidad de Los Andes- estudió laúd y canto en Inglaterra. A veces se reúnen los cuatro a tocar juntos.

La vida de Mario Ochoa merece capítulo aparte. Fue poeta y escritor desde temprana edad. En el internado del colegio fue famoso su interés por el ocultismo, el yoga y los estudios rosacruces. Al final del bachillerato cambió drásticamente, se volvió rumbero y enamorador. Tenía una personalidad muy fuerte que lo convirtió, extraoficialmente, en el relacionista público de nuestra banda. Escribió y publicó 34 libros de poesía que, según dicen los entendidos, son muy buenos. Después de graduarse en estudios económicos trabajó en Planeación Nacional, el Ministerio de Agricultura y el Banco Mundial. Era un brillante economista que libró varias batallas en defensa de las personas desamparadas. Quizás como su mentor, Álvaro Cepeda, llevaba una vida doble que le daba para ser excepcional tanto en su trabajo como en la fiesta. A finales de los ochenta abandonó su ejercicio profesional para dedicarse exclusivamente a la escritura. A veces iba a los bares y cantaba sus canciones. Creo que llevaba a cuestas algo de frustración por el sueño truncado de Los Teipus. En marzo de 2003 sus pulmones gastados por el uso y el abuso dejaron de funcionar.

Como Mario, también me dediqué a las artes económicas. Estuve un par de años en Europa, me casé y regresé a Colombia. Viví un tiempo en Cota y me di el lujo de una temporada sabática que aproveché para culminar estudios musicales en la Academia Francisco Cristancho. Con mi esposa y mi primera hija nos instalamos en Barranquilla. Administré negocios de agricultura y ganadería, fui gerente de una empresa de televisión por cable y estuve en el medio del corretaje de valores. Nunca deje de un lado la música. En 2008, con los arreglos y el acompañamiento de Alex Martínez, grabé mis canciones en un disco que permanece inédito. Actualmente vivo en Puerto Colombia y trabajo con mi hija menor en un emprendimiento de cosmética natural.

Foto: Archivo personal Ernesto Echeverri.

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