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Un increíble viaje de ida y vuelta: la respuesta colombiana a la cumbia peruana

Investigadores musicales describen el contexto donde se gestó uno de los capítulos más emblemáticos de las músicas tropicales peruanas.
Luis Daniel Vega

En la introducción a la recopilación ‘Cumbia Beat Vol. 1’ (Vampisoul, 2010), los investigadores musicales Santiago Alfaro y Alfredo Villar describen el contexto donde se gestó uno de los capítulos más emblemáticos de las músicas tropicales peruanas: «A mediados del siglo pasado, el Perú era un auténtico hervidero. La ciudad de Lima, su centro de poder, así como también otras capitales importantes, sufrían una doble invasión: por un lado, las ondas hertzianas de la radio inundaban la atmósfera con los ritmos y melodías que invitaban al amor, al deseo y al baile. Del son al mambo, del bolero al swing, del jazz al rock & roll, del twist a la cumbia. Y, por otro, inmensos arenales, cerros y planicies desocupadas comienzan a poblarse de migrantes en busca del “sueño capitalino”, de la ilusión del progreso. “Cinturones de fuego” los llamaría José María Arguedas. La convergencia de ambas invasiones configuró el escenario privilegiado para el nacimiento, a fines de los años sesenta, de la cumbia peruana o “música chicha”, uno de los matrimonios culturales más inauditos y sorprendentes del país de los Incas».

Así las cosas, en 1965 la cumbia irrumpe con fuerza en territorio incaico gracias a la publicación de ‘Cumbia que te vas de ronda’, un disco de la Sonora de Lucho Macedo consagrado al sinuoso ritmo colombiano, prensado por la discográfica El Virrey. Ese mismo año, provenientes del Departamento de Junín, en la sierra central de Perú, Los Demonios de Mantaro editaron para el sello Sono Radio un sencillo que a la postre definió aquel apelativo con el que solemos referirnos a la cumbia peruana: dedicado a una vendedora del legendario néctar indígena, “La chichera” fue un número que combinó foxtrot, huayno y cumbia. Un par de años más adelante aparecen Enrique Delgado Montes y Berardo Hernández, Manzanita, dos personajes que con grupos como Los Destellos y Manzanita y su Conjunto aportaron el sello distintivo de esta cumbia mutante: la incorporación de la guitarra eléctrica con todo su arsenal de sonidos psicodélicos arrancados del rock y su variopinto acopio de pedales novedosos como el wah wah, el fuzztone o el overdrive.

«La cumbia reemplazó al rock», apuntan Alfaro y Villar, quienes también subrayan que a inicios de los años setenta esta cumbia se había expandido a través del vasto territorio peruano: «En Chimbote con Los Rumbaney, Marco Merry y sus Golfos, y unos bisoños Pasteles Verdes; en Ica con Los Quantos, Alex y sus Satélites, Carlos Sajas y sus Diamantes; en Paramonga con Los Orientales, Los Átomos y Los Vagos; e inclusive zonas culturalmente “tradicionales” como Apurímac con Los Walkers y Ayacucho con Los Beltons». El singular virus tropical fue inyectado gracias al patrocinio de compañías discográficas como Iempsa, Sono Radio, FTA, Dinsa e Infopesa, esta última, fundada por Alberto Maraví, locutor, fotógrafo y cronista musical, que se dedicó a viajar a través de recónditas geografías en la búsqueda de los sonidos tropicales más estrambóticos. Lo que se encontró Maraví fue oro puro proveniente de la amazonia peruana: Juaneco y su Combo y Los Mirlos, precursores de un estilo de cumbia emparentado con el chamanismo, el carimbo brasileño y el rock sicodélico.

Entrada la década de los setenta, en cualquiera de sus vertientes –ya fuera andina, costeña o amazónica- la cumbia peruana alcanzó gran popularidad en Bolivia y Ecuador. Aunque sellos colombianos como INS aprovecharon la coyuntura y le dieron entrada en el mercado local distribuyendo el catálogo de Infopesa, en una jugada de fino olfato comercial José María Fuentes –por ese entonces director de Discos Fuentes- se adelantó a la inminente invasión inca y contrarrestó el fenómeno creando Afrosound, una de las tres agrupaciones colombianas que entre 1973 y 1984 emularon con sobrada personalidad aquella música sincrética: ¡en un increíble viaje de ida y vuelta, la cumbia retornaba a su lugar de origen vestida con ropajes extravagantes y vanguardistas!

Bajo la dirección y los arreglos de Julio Ernesto Estrada, Fruko, Afrosound debutó en 1973 con ‘La danza de los mirlos’, una grabación de corte instrumental que contó con la participación de varios músicos que pertenecían a Fruko y sus Tesos, con la excepción de Mariano Sepúlveda, guitarrista que le dio el toque distintivo al revolucionario proyecto que, además de Los Destellos y Los Golden Boys, se inspiró en el rock mestizo de Santana, Azteca y Osibisa, incorporando, también, funk, soul, salsa y ritmos afrocolombianos tanto del Pacífico como del Caribe.

En lo sucesivo, todos estos elementos aparecen y desaparecen en siete discos publicados por Fuentes entre 1973 y 1989. Salvo el último, titulado ‘Mar de emociones’, los restantes cuentan con la impronta audaz de Sepúlveda y Fruko, quienes abarcaron un amplio abanico que va desde funk atmosférico como “Zaire pop” hasta una insólita versión cumbiera de “Birdland”, pieza de jazz-rock original de Joe Zawinul y popularizada en el 77 por Weather Report.

A mediados de los setenta el sello Codiscos respondió al furor peruano y al sorpresivo éxito de Afrosound con el Grupo La Droga. Recuerda Humberto Moreno que fue un proyecto de estudio en cuyo concepto inicial tuvo que ver Rafael Mejía, quien durante una temporada fue promotor, asistente de dirección y gerente de los estudios de grabación de la mencionada casa discográfica. Fue Mejía el que puso su idea en manos de Enrique Aguilar y Gildardo Montoya, el primero, arreglista de planta, y el segundo director artístico de Zeida, filial de Codiscos La amistad de Montoya con Mariano Sepúlveda lo sumó al proyecto en el que también coincidieron Luis Fernando Mesa, Tomate, en los teclados y Álvaro Velásquez –el fundador de El Combo de las Estrellas-en la percusión.

Juntos grabaron una decena de canciones que entre 1974 y 1975 fueron apiñadas en algunos sencillos y en un par de volúmenes del variado ‘Bailables pa´todo el año’. La prematura muerte de Gildardo Montoya el 25 de noviembre de 1976 truncó el ascenso de una agrupación efímera que, aunque nunca tocó en vivo, dejó para la posteridad “El pesebre” y “El ventarrón”, un par de clásicos que huelen a chicharrón y aguardiente. Aún hoy, después de cuatro décadas -y escondidas como rarezas del catálogo de Codiscos-, hacen parte imprescindible de la banda sonora de los diciembres medellinenses.

Nacido el 24 de julio de 1951 en San Rafael de Neguá, Senén Palacios salió de su pequeño corregimiento y se instaló en Medellín cuando era muy joven. Prolífico compositor de canciones, su nombre atraviesa buena parte de nuestra música tropical con números tan recordados como “Nadando” y “La subienda”, inmortalizados respectivamente por Fruko y sus Tesos y Gabriel Romero. Parte de su carrera que inició a mediados de los setenta fue patrocinada por sellos como Discos Victoria, INS y Sonolux. Precisamente en esta última, bajo la subsidiaria Tamborito, Palacios respondió al auge de la cumbia peruana con ‘La danza del gato’ y ‘Los Cadetes’, dos discos publicados entre 1982 y 1984. En el segundo aparece una versión de “Vacilando con ayahuasca”, icónica canción de la cumbia amazónica, grabada en 1972 por Juaneco y su Combo. Aunque llegó tarde, la del ilustre quibdoseño rebosa de extraño ensueño selvático.

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