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Crónica desde México: El detective de libros

El detective de libros lee frente a la Catedral Metropolitana. Lee mientras espera, recostado contra las rejas del claustro y viendo pasar turistas que alzan sus cámaras ante uno de los principales símbolos de la colonización española en América.

Por: Gustavo Vargas.

En sus cimientos, asentados por Hernán Cortés en 1524, estará olvidada una parte de lo que podría quedar intacto del Templo Mayor, el centro religioso de Tenochtitlán, la gran ciudad azteca que ahora es una urbe de casi 20 millones de habitantes donde el Detective de Libros lee ‘Ilona llega con la lluvia’ de Álvaro Mutis, y acomoda su gorra para ocultar el rostro del sol de mediodía, bombeo de luz en el cielo que parece ascender desde la explanada del Zócalo, donde la rutina sigue su camino en la Ciudad de México.

Es un lunes de 2015, inicio de semana. Es enero, un lunes gigante para despertar de las fiestas decembrinas. El detective de libros se viste para ser otra persona más caminando por el centro histórico de la capital mexicana. No lleva el gabán y el sombrero alarmante de Dick Tracy, no esconde las sorpresas tecnológicas del Inspector Gadget, no es un escéptico de hotel barato como Emerson Roque Fierro, aquel ex policía de ‘Soplo de vida’; y aunque no tiene pinta de inglés decimonónico, ni carga una pipa para la reflexión, a su lado soy un Watson de librerías viejas, sin una escena del crimen pero que sigue pistas de páginas olvidadas entre anaqueles de madera, que alcanzan los techos de casas para gigantes, y se llenan de historias que tal vez fueron recuerdos de infancia y juventud.

Es un lunes para dar con el rastro de seis títulos. El hombre que los busca se llama Alberto Salazar Castellanos: rolo, criado en Bucaramanga, lector, 40 años, administrador de empresas, librero y creador de Porciúncula Librería, un servicio de búsqueda de libros que salva a cualquier cliente con poco tiempo, lleno de suspiros por una caminata larga o desesperado por algo íntimo que ha perdido en su vida.

- Llegó a México hace dos años. Llegué por amor –asegura Alberto dos días antes del encuentro en el Zócalo, en su departamento de la colonia Agrícola Oriental-. Conocí a la pareja por internet. Uno viaja por amor hasta el fin del mundo -.

Ese día, un sábado por la tarde sin el caos habitual del Distrito Federal, Alberto toma un “tinto” hecho con Café Sello Rojo mientras que Oswaldo Corro, un publicista mexicano, largo como un bambú, que parece detener su tiempo a los 29 años, y quien ayuda con la parte visual de Porciúncula Librería, sirve los tequilas y recuerda un viaje a Bogotá. Un calorcillo en el cuerpo ayuda a soportar el frío de sabana andina concentrado en el departamento: sala y cocina integrada, escalera esquinera y bandera colombiana, habitación en el segundo piso con baño incluido.

- No me va a creer, pero aquí donde estamos haciendo la entrevista, en esta casa, vivió un escritor español antes que nosotros. Él vino a México a escribir sus novelas y casualmente vivió acá y no escribió una sino dos –.

Quizá el Detective de Libros piensa en un destino literario, confabulación secreta para quien habita ese departamento de la Agrícola Oriental, que lo llevó a escribir su primera novela, una historia sobre la muerte, teniendo como punto de partida un recuerdo de su niñez en Bucaramanga junto a una madre católica y sus recorridos por el Cementerio Central, lápida por lápida, novena tras novena.

‘Ocho tumbas para una novena’ podría publicarse este año bajo el sello de una editorial mexicana. Pero mientras llega esa oportunidad, Alberto, quien dejó su ciudad de infancia y juventud al terminar la universidad, y luego todo cuanto tenía en Bogotá para viajar a México en 2013, piensa en la reivindicación de las librerías viejas.

Porciúncula es una palabra del latín y significa “Pequeña porción de tierra”. Es, también, una capilla italiana donde San Francisco de Asís fundó la Orden de los Frailes Menores en 1209. Quien entraba en el recinto católico, arrepentido y confesado, ganaba una indulgencia plenaria al igual que las personas enroladas para las Cruzadas.

Pero ese “Pedazo de tierra” es una especie de agencia de pesquisa de libros que se originó en Bogotá, llamada El Buscador de Libros, y que al llegar a México cambió su nombre por ser una proyección de Colombia, un referente cultural en otras latitudes.

En la ciudad de los 2600 metros, recuerda Alberto, después de tres tragos de tequila y en un intento de acomodar un mechón de pelo que cae sobre su frente, al quedar sin trabajo en la parte administrativa de una empresa de muebles decidió relacionar su gusto por la lectura y su carrera universitaria. En 2009 empezó su labor detectivesca, y los clientes llegaron.

Uno de tantos fue el escritor Ricardo Silva. No hubo oficina, ni encuentro en una de esas tardes que ayuda a revivir sombras altas. Silva no abrió una puerta donde leyera: ‘Alberto Salazar Castellanos. Detective de libros’, tampoco vio a un hombre detrás de un escritorio, en un espacio amplio, metido entre las páginas judiciales de un periódico. Fue por las redes sociales que el autor de ‘Autogol’ e hincha de Millonarios lo halló.

- Me encargó un libro de ese señor Gerald Durrell, el hermano del escritor de ‘El Cuarteto de Alejandría’, que entre otras cosas lo pedí a México. Lo encontré y él empezó a pedir otros para un libro que estaba escribiendo, algo que tiene que ver con la Bogotá de 1800 -.

Con el “voz a voz” y las recomendaciones de Silva a otros huérfanos de historias, la tarea indagatoria de Alberto tomó mayor fuerza. Escritores como Juan Diego Mejía, Miguel Torres y Andrés Burgos lo buscaron; el último le dio su lupa y gabán.

Burgos, en el 2011, fue “uno de los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana” según los críticos de la Feria del Libro de Guadalajara. Ese año, antes de viajar a la ciudad donde no hay esquina sin tequila y mariachi, el también cineasta colombiano buscó a Alberto y le pidió conseguir algunos libros suyos para llevar al viaje.

- Se los conseguí, se los entregué. Y él en una entrevista que hace, de la cual nunca supe, me la leí en una revista, alguna vez en una biblioteca, cuenta la historia de por qué está en Guadalajara y hace mención mía, sin decir mi nombre, sin decir el nombre del servicio en Colombia pero pues sabía que estaba hablando de mí -.

Un detective de libros, así lo señala Burgos en la entrevista que el hombre de acento rolo, aún intacto y con un “sumercé” en la boca, a pesar del ritmo de pedagogo y el tono de actor afligido de los mexicanos, intenta recordar mientras camina un lunes de enero de 2015 por el Centro Histórico, cruzando la calle Monte de Piedad para desembocar en la Donceles, donde las librerías viejas se multiplican de dos a cinco por cuadra.

De su mochila, con una imagen del tranvía de Bogotá de 1948, Alberto saca una hoja. Lee: 1. Todo cuanto amé. Siri Hustved. 2. Mahoma y Carlomagno. Henrie Pirenne. 3. Bardo Thodol, Editorial Kairos. 4. El libro de Mirdad. Fundación Rosacruz. 5. La vida tormentosa y romántica del general Adolfo León Ospina, Agustín Aragón Leyva. 6. Colapso, Jared Diamond.

La calle Donceles es un trayecto directo que lleva del Zócalo al Palacio de Bellas Artes, paralela a la turística calle Madero, donde igualmente pululan como taquerías los puntos especializados en fotografía. Es, para muchos lectores, el número 825, la casa de una anciana viuda y de aquella joven con “ojos de mar que fluyen” que Carlos Fuentes describió en una novela corta, ‘Aura’.

Las librerías abren sus bocas sobre el asfalto. Incrustadas en casas coloniales, intentan atraer personas con sus mesas de rebaja de libros en la entrada. En una de tantas hay un ejemplar de ‘La vorágine’ de José Eustasio Rivera. Cuesta 20 pesos mexicanos, alrededor de 3.200 pesos colombianos. El Detective de Libros asegura, con ojos de no creer, que en otras baratas ha encontrado poemarios de Piedad Bonnett a 10 pesos mexicanos, el costo de una gaseosa de 350 ml en una tienda de barrio en México.

- ¿Sumercé tiene este libro? –

La joven que atiende en Bibliofilia busca en uno de los anaqueles. La portada no está maltratada pero se nota el paso del tiempo en las hojas. ‘Mahoma y Carlomagno’ de Henrie Pirenne tiene un costo de 270 pesos, casi 44 mil pesos colombianos. Es un golpe de suerte encontrar, en el primer intento, uno de los libros. Alberto pregunta por los otros cinco. No los tienen. Revisa el único ejemplar que encontró y lo devuelve. Quizá lo puede conseguir más barato al revisar de nuevo en internet. Si no tiene suerte volverá para comprarlo.

- Muchos libros pueden durar hasta un año y nadie los pregunta –dice, confiado.

En las puertas de ‘Inframundo’ la única hostilidad es la mirada de su administrador. La imagen es igual a la de otras librerías: Una mesa con libros gastados, letreros señalando rebajas, un corredor que da a una pared de colecciones enciclopédicas, custodiada por varios anaqueles que se levantan como fichas de dominó, creando un camino, separando las habitaciones por bloques donde hay una sensación de estar en un lugar secreto, de salidas falsas y un diccionario grueso que al intentar sacarlo abre alguna puerta.

Allí busca solo dos de los libros. Hace lo mismo en un par de librerías que hay al cruzar la calle. Ya la primera cuadra de Donceles se gasta. Con su método deductivo, Alberto reconoce que el personal de los cuatro lugares donde ha preguntado se turna entre sí.

- Estas librerías pertenecen a un solo dueño –En cada una tendrán la misma respuesta.

Cuando llegó a México, Alberto reunió un dinero para comprar un Stock de 200 títulos. Le faltan 10 por vender. Una de sus metas es buscar un local para montar una librería, un espacio que vaya de la mano con la tecnología y que sirva como promoción de Colombia. Además de libros, y gracias al canal de Youtube y el twitter de Porciúncula, donde se hacen reseñas de algunas novelas y se da algún dato cultural, el interés de los clientes por el país ha aumentado y con ello las preguntas sobre gastronomía y objetos tradicionales como las hormigas culonas o el sombrero vueltia’o.

Fue con la búsqueda de ‘Lo que ve el que vive’ de Ricardo Garibay, un requerimiento hecho por un hombre pensionado del estado de Morelos, que el Detective de Libros se afianzó en la Ciudad de México. Luego tuvo la posibilidad de tener 100 encargos por mes para sobrevivir, para pensar en su librería física y en su novela, para seguir caminando la calle Donceles, recordando a Fiódor Dostoyevski y su historia ‘Recuerdos de la casa de los muertos’ que un joven en plan de galanteo le encargo, especificando que debía de estar en ruso pues su conquista estudiaba el idioma. También le han pedido hallar libros como ‘El interesante mundo de las cetáceas’, un manual sobre el cultivo de cactus, o ‘La psicotrónica de los mayas’, sobre la relación de alienígenas con aquella civilización indígena que gobernó en el sur de México y parte de Guatemala.

Hay ejemplares que no ha encontrado, como un compilado de poesía de Irma Ugalde. Hay otros que no busca: las cartillas de estudio para bachillerato o los relacionados al conflicto colombiano escritos por modelos, sicarios o personajes liberados tras años de secuestro.

Un gato descansa sobre una mesa de baratas de una de las tantas librerías, se llama Michigan. Alberto siente que hay una relación difícil de descifrar entre los libros y los felinos. Vuelven las preguntas por ciertos títulos. A parte de ‘Mahoma y Carlomagno’, no hay señal de los restantes. El Detective de Libros alza sus hombros, cruza una plazoleta soleada mientras algunas parejas de turistas descansan en cafés alrededor del bloque de piedra que es el Museo Nacional de Arte (MUNAL), donde una columna hecha de barandales y madera cubre a ‘El Caballito’, la escultura del rey español Carlos IV que le da la cara a la calle Tacuba.

Cruzando la acera hay una banda de blues compuesta por hombres a la mitad de siglo. Tocan ‘Texas Flood’ de Larry Davis, una canción que el blusero de cabello largo y sombrero, Stevie Ray Vaughan, incluyó en un disco suyo bajo el mismo nombre en los ochenta. Alberto se deja llevar por un corredor al lado del Banco de México, donde la venta de libros se hace como en un mercado de parque. La búsqueda es mínima, parece que indaga solo por encontrar algún título valioso, dejando el juego al zar, dejando que sus dedos rocen los lomos de libros y señalando uno que ya ha encontrado, en mejores condiciones, más barato.

Los ‘bluesman’ son guitarra. Algunas personas se conglomeran para escucharlos. Hay un saxofón que suena. Entre las mesas de oferta está Colombia: ‘La María’ de Jorge Isaacs, José Asunción Silva y sus ‘Obras completas’, Laura Restrepo y ‘Delirio’, Vallejo, García Márquez en diferentes formatos, R. H. Moreno Durán y un libro sobre un hombre que en vez de escritor pudo ser un gran portero de fútbol ‘Camus, la conexión africana’.

El Detective de Libros desemboca en la Calle Madero y baja hacia el Zócalo entre tiendas de ropa, joyerías judías, iglesias como museos y puestos de comida rápida. Solo encontró un libro de los seis, se repite. Sabe que deberá buscar en otro lugar de librerías viejas, como la colonia Roma; sabe que el sol aún está en lo alto y acomoda su gorra.

Atrás queda un eco, sobre los aplausos, las fotografías, el dinero por la canción y el devenir de transeúntes, es el final de Texas Flood para inicio de semana: “Baby the sun shines every day”.

Por Gustavo Vargas Ramírez - @ElEskimal, especial para Señal Radio Colombia

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