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Vender a pérdida y resistir, incertidumbre de campesinos en el Páramo de Berlín

Campesinos ubicados en el Paramo de Berlín manifiestan su preocupación ante la reducción de sus ingresos por las bajas ventas.
Páramo de Berlín
paramosdecolombia.com
Carlos Buitrago

Aunque habitan una de las regiones más ricas del país, en donde el oro y el agua abundan bajo la tierra, los productores de cebolla larga del páramo de Berlín sufren las consecuencias del olvido urbano. La falta de políticas agrarias que les permitan llegar directamente a los consumidores en las principales ciudades hace que por el camino aparezcan intermediarios que se lleven las ganancias. Por esa razón, son cada vez más los campesinos que prefieren irse de la región que seguir vendiendo su producto a pérdida.

Como si se tratara de las majestuosas playas del pacífico chocoano, a donde las administraciones se demoran en llegar; o de las inmensas extensiones de arena de la Guajira, que, aun estando rodeadas de mar, no cuentan con agua potable para sus habitantes; o, incluso, Arauca Saudita –como la daría a conocer Germán Castro Caycedo en su libro Sin tregua– en donde abunda el petróleo pero escasea el dinero. Así, en similares condiciones viven los campesinos del Páramo de Berlín.

Debajo de sus pies, tienen 44.273 hectáreas de esponja, que por proceso natural, acumulan el agua que riega –al menos de manera confirmada– a más de 30 municipios de Santander y Norte de Santander. Y como si se tratara, también, de una dualidad inseparable, estas cadenas de montaña tienen impregnadas en sus rocas, millones de onzas de oro pretendidas por multinacionales.

Porque no les importa el valor del oro, y a su vez comprenden la necesidad del agua, estos campesinos intentan convivir de la manera más amigable con este ecosistema, que les brinda la posibilidad de cultivar una de las pocas plantas que soportan las gélidas temperaturas. La cebolla larga.

A eso se dedicó Silvia Salazar los últimos 35 años de vida. En ese entonces, cuando llegó a vivir a la casa de una familiar, creyó en la promesa de que la cebolla le sería suficiente para tener, criar y ver crecer a sus tres hijos. Hoy, no obstante, se dio cuenta que no sólo nunca fue suficiente, sino que además, nunca hubo un proceso agrícola serio como región que les permitiera a ella y a todos sus vecinos, poder hacer rentable su trabajo. Sin importar que la jornada comenzara a las 5 de la mañana, cuando la niebla impide la vista a más de dos metros, o cuando los cultivos se echan a perder en los meses de enero y febrero porque la nieve que cae, llena de ceniza las plantas y las pudre, Silvia sagradamente cuidó de sus cultivos, intentó vender a buen precio, ayudó a dirigir una asociación, pero su nivel de vida nunca mejoró. Ni el de ella, ni el de sus vecinos.

En la última helada fuerte que vivió este corregimiento, en 2020, y varios cultivos se perdieron, la administración departamental puso su granito de arena para ayudar. Les subsidiaron 40 toneladas de fertilizantes e intermediaron para conseguir melaza con la qué alimentar el ganado, durante esos meses de pérdidas.

Silvia es más escéptica al respecto de las ayudas. Su experiencia con la comercialización de la cebolla le da la confianza para decir que esas ayudas “sirven, y uno agradece porque uno es agradecido”. No obstante, es mucho más tajante cuando asegura que en medio de las ayudas llegaron otro tipo de productos, como algunos kits de mercados, colchones y cobijas. “Colchonetas que parecían de papel y unas cobijas que yo las bauticé ‘cobijas de papel’. Eso no funciona de nada. Hay que buscar es abrir mercados”.

Carlos Millán, director técnico de desarrollo rural de la Secretaría de Agricultura de Santander, explica que hasta tanto no exista un pronunciamiento por parte del Ministerio del Medio Ambiente respecto a la línea de páramos en el país, la inversión en esta zona del departamento estará limitada. “Implementamos proyectos productivos para la reconversión, pero estamos a la espera de la línea de páramo y esto nos limita la inversión. Es preocupante que el ministerio no se haya pronunciado y sin esta limitación quedamos de manos cruzadas”, dijo Millán.

Otra de las problemáticas que reconoce el funcionario, y que día a día corroboran Silvia y sus hijos, tiene que ver con el mal estado en que se encuentran las vías de segundo y tercer nivel que se tejen entre el páramo para que los campesinos puedan sacar sus productos. Vías que son verdaderas trochas por las que hasta una camioneta con el cambio de fuerza –o la rueda libre– pueden quedarse enfangadas.

“Nosotros tenemos dificultades de alimentos no por falta de producción, sino por falta de acceso del productor campesino a los mercados”, explica Roberto Guerrero, veterinario y zootecnista que conoce de cerca las problemáticas que aquejan campesinos de varias regiones del departamento de Santander, gracias a sus trabajos de campo y a lo que le cuentan sus estudiantes en la Universidad Cooperativa de Colombia. Esta situación semanalmente desestabiliza los precios de transporte que deben costear los intermediarios, argumento que utilizan para pagar, cada vez más barato, la rueda de cebolla que se cultiva en el páramo.

“El problema más grande que nosotros tenemos se llama intermediarios, que nos la pagan a como ellos se les dé la gana, porque ellos salen y dicen ‘vamos a pagarla a 10 mil pesos la rueda’. A 10 mil pesos nos toca, porque si no la pasan de ahí, ¿qué hacemos nosotros?”, se pregunta Silvia Salazar. “Se hacen cuentas”, advierte Guerrero, “que por cada 100 pesos que yo pague por un producto agropecuario, más de 80 pesos están en el trayecto y solo entre 10 y 20 pesos le quedan al productor. Él hace todo el esfuerzo, todo el trabajo, espera tres, seis meses, un año, para recibir el 10, 15 o 20% del valor comercial del producto”.

Valor que en la plaza de mercado no supera los dos mil pesos.

“El eslabón de la comercialización es fundamental. Está mal decirlo, pero es verdad”, asegura Carlos Millán. Él es consciente de esta situación y desde su oficina “estamos intentando romper ese eslabón de la comercialización para que haya un negocio directo entre el campesino y el pequeño productor, que se parte el lomo por sacar el cultivo, se lo pagan a precio de huevo y el comercializador se queda con toda la ganancia”. Para ello, la gobernación ayudó a formalizar mercados campesinos en las cabeceras municipales para que los cultivadores puedan vender, ellos mismos, sus cosechas. Además, explicó el funcionario, “estamos hablando con la central de abastos de Bucaramanga para que a los campesinos se les dé un precio justo”.

Aunque una buena parte de la cosecha logra venderse en este tipo de actividades, es común que por la vía nacional que conecta Bucaramanga con Cúcuta, a la altura del Páramo de Berlín, se vea un paisaje curioso. En las largas rectas asfaltadas, a lado y lado, hay bultos completos de cebollas esperando a que alguien se las lleve. El precio, ni siquiera alcanza a ser simbólico. $200 pesos la libra.

“Yo no lo llamaría atraso. Yo lo llamaría olvido, el olvido del campo colombiano”, resume en una frase Roberto Guerrero, que sin pretenderlo, hace referencia no solo a Berlín, sino a los tres departamentos mencionados al principio.

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