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Catalino Parra, el gran fabulador del río

Por: Alberto Salcedo Ramos

Foto: David Orozco.

Por: Alberto Salcedo Ramos

Viéndolo ahora, en el patio, con su pellejo macizo, su amplia sonrisa intacta, su recia musculatura de boxeador invencible, nadie pensaría que Catalino Parra tiene ya sesenta y cuatro años. Algunas canas se asoman, tímidas, en su pelo duro. Debajo de sus pequeños y saltones ojos –donde todavía hay torrentes de gracia– se amontona una piel trajinada por el tiempo que, al reír, se hace estrías. Pero no aparenta más de cincuenta años. Cualquiera diría, viéndolo así, vital, con su pecho al aire y su pantaloneta de colores subidos, que está listo para correr la maratón más larga del mundo.

“Lo importante es estar vivo, ah vaina. El que anda pensando en la muerte, ya está muerto. ¿Sabe qué? A mí la muerte me rondó en un tiempo, hasta una mañana en que amanecí revuelto y le azucé los perros. ¡Santo remedio! Por eso es que usted me ve así, firme y engreído de la vida”.

Su voz conserva la potencia y la limpieza de hace cuarenta años, cuando emprendió sus trashumancias. Con el tiempo, su talento para la fábula, que produjo canciones perdurables como “Manuelito Barrios”, “Josefa Matía” y “El morrocoyo”, ha madurado la plasticidad y chispa de sus versos, y su humor silvestre fluye ahora con más encanto. Sus dedos, que aún parecen tener vida propia, siguen siendo insuperables en el manejo de las baquetas: los únicos que le exprimen a la tambora su aliento original.

Hace más de veinte años, Catano –así le llaman en Soplaviento– comenzó a recorrer el mundo con los Gaiteros de San Jacinto, quienes poco antes le habían informado al país que existía una música elemental y bella, ancestral y vívida, concebida con instrumentos naturales (tambores de madera y cuero de venado; gaitas de cactus, pluma de pato, cera de abeja y carbón vegetal; maraca de totumo), una música endiablada y rítmica hecha por hombres de monte adentro en las pausas del laboreo.

En su patio, lleno de animales domésticos y cimarrones, Parra se regodea contemplando las cosas de su universo, redescubriendo minuto a minuto el fundamento de sus cantos.

“Hombre, el que nace con su don, con su don muere. Fíjese que papá tuvo veinte hijos, con cuatro mujeres, y entre todo ese poco de gente yo fui el único músico. Ahora yo tengo diez hijos y, por pura chiripa, el último, que tiene poco más de veinte años, medio olfatea la música. Con los nietos es diferente. Son dieciséis y por lo menos todos los grandecitos andan ya golpeando la tambora. Usted quizá pensará: Caramba, en la familia de este tipo sí hay gente. Es que antes los hijos se tenían por montones. Quizá cuando son un poco duran más para ponerse viejos. O usted cree que yo me he conservado, acaso, por obra del diablo”.

La música, el camino

Muy temprano, Catalino Parra observó que el mundo es, en esencia, una música. Son musicales sus ríos y sus piedras, cantan sus animales y sus árboles, y sus objetos se pueden reciclar hasta hacerlos música viva, palpitante: música creada con la propia naturaleza.

Desde el principio fue muy divertido: se trataba de mirar atentamente las cosas e imaginar el modo más apropiado de tentarles la música con que Dios las había concebido, o analizar de qué manera se podrían convertir en instrumentos musicales.

“Aquí no hay misterios. No señor. Fíjese que usted coge un cuero, para hacer un tambor, y primero lo cura y lo pone en remojo, y después lo guinda al sol. Mientras el cuero se seca, ya usted tiene el ritmo en la sangre. El tiempo hará el resto. El tiempo y el sol tienen su música, y usted también tiene la suya”.

Después, a Catano le fue imposible contemplar cualquier elemento de la Creación sin su relación indisoluble con la música. Así, cuando veía el árbol de totumo, advertía –ya sin proponérselo– el sonido de la maraca. El cuero de ternero de vientre lo trasladaba hacia un golpe de tambor próximo a germinar. El cactus era, en realidad, un grito de gaita que se cuajaba lentamente, abonado por el sol y la tierra. Las plumas de pato, la cera de abeja montuna, el carbón vegetal, la caña de millo, fueron música desde siempre, desde mucho antes de que él supiera mirar el mundo. El mundo que es una música.

A los diez años descubrió la gaita. Habían llegado a Soplaviento unos músicos llamados “Los Pileles”, de Repelón, Atlántico, armados con unos ritmos de fiebre que taladraban el cuerpo para sacarle sus sensualidades originarias.

“Todo se movía cuando ellos tocaban, porque lo que tocaban era como un mandato. Sí, apenas los vi, supe que sería músico de gaita”.

El estímulo fortaleció su vocación y le llevó a fabricar un guacho con tapitas de cerveza y una tabla. El rústico instrumento que, después de todo, producía un buen sonido al sobarlo con las manos, le avivó el instinto y le obligó a decidirse de una vez por todas: él era un hombre primitivo y conservaría, como sus antepasados, la armonía con el Universo hasta el final de su vida. La música era el camino.

Los primeros años

Catano tenía nueve años cuando, con varios pedazos de alambre dulce y una plancha de madera, improvisó una guitarra para acompañarse en el canto de los boleros de la época. El objeto que construyó con tanto esfuerzo parecía más un bate de béisbol que una guitarra, y por eso uno de sus hermanos decidió jugar con él y lo arruinó. Catano lloró un poco, pero se olvidó pronto de lo ocurrido. Y de los boleros.

Porque cuando llegaron Los Pileles con la gaita endiablada que sofocaba a los duendes en sus rincones, con los tambores impacientes que zarandeaban las caderas de las hembras en las ruedas de cumbia y con los versos sencillos que hablaban de la pesca y el jornaleo, Catano se vio allí, en esa música, y no pensó más en los boleros que había cantado con su guitarra.

“El problema entonces era que mi padre, Jesús María Parra Guzmán, no quería que ninguno de nosotros se enredara con músicos tomadores y me ordenó que me alejara de Los Pileles”.

Maniatado por la prohibición, no le quedó más que escuchar las remotas ráfagas de cumbiamba que el viento –quizá adrede– bombeaba desde el mercado hasta su casa del barrio El Chispón.

Un día sintió que no aguantaba más y se arriesgó a fugarse de la cama, en la madrugada, jalonado por las convocatorias ancestrales de su raza. Esperó que su padre se fuera para las compuertas de San Cristóbal, a pescar, y casi enseguida salió corriendo, feliz de reencontrarse con los sones atávicos de Los Pileles. Su madre, Rosa Elisa Ramírez Hurtado, quien ya había comprendido que contra la decisión del muchacho no valdría ningún recurso, ni pacífico ni violento, se convirtió desde ese día, hasta su temprana muerte, en su principal aliada.

“Hombre: en esa misma época llegaron los Gaiteros de Evitar, un pequeño corregimiento de Mahates, y eso fue como si Soplaviento todo hubiera quedado atrapado en una bola de cumbiamba. Nosotros y los jóvenes mayores esperábamos que los viejos se descuidaran para irnos a toda carrera a buscar el centro de esa bola alborotada que envolvía lo vivo y lo muerto, lo que se veía y lo que no se veía, con la alegría de sus ritmos. Pata de perro que éramos, verá usted”.

Años después arribó Alejandro Manjarrez, un virtuoso del pito de caña de millo, quien motivó a los jóvenes inquietos a conformar una agrupación de soplavienteros, para aprender y perpetuar los ritmos tradicionales de la gaita. El grupo, compuesto por muchachos de El Chispón, fue llamado “Sangre en la uña”, que era el apodo de Manjarrez, y desde el principio trabajó con base en un completo calendario de festejos populares y celebraciones religiosas de la región.

Foto: Colprensa. Octubre 2017.

“Tocábamos en bautizos, matrimonios, cumpleaños. No perdonábamos ni los velorios. Yo recuerdo que donde la difunta Genara clavaban todos los 13 de junio unos ramos de olivo en la puerta, y ahí formábamos unos parrandones grandísimos. Toda la cuadrilla, imagínese usted. Los que más tocábamos en esas fiestas éramos El Goyo, Guardián, La Monita, Caliche y la difunta Soledad. Pura gente de El Chispón. Esa gente tenía bastante gracia para tocar. Bastante”.

Un día viajaron a Cartagena, a probar suerte, y descubrieron que, contrario a lo que creían, también allí gustaban la gaita corrida y el porro, el bullerengue y la puya, el mapalé y los bailes negros. En las tiendas y farmacias, en los centros comerciales y establecimientos públicos, los aclamaban y los veían como gancho para aumentar las ganancias, por el entusiasmo que despertaban entre los clientes.

La familia Tabares, dueña de una legendaria peluquería en el barrio Getsemaní, se los recomendó a la folclorista Delia Zapata, quien andaba recorriendo los pueblos del Atlántico y del Pacífico en busca de las más ricas expresiones culturales de Colombia –sus hallazgos y aportes– y tras el rescate de sus protagonistas.

“Cuando Delia vino, quería que las mujeres bailaran danza. La Monita, que bailaba danza de indios, no quiso. Y tampoco quiso Caliche, mi prima, que se sabía la del Garabato. Así que yo me metí en el cuarto y salí con un traje de mi mujer. A Delia le gustó eso. Me imagino que pensó: Si hace esto aquí, ¿qué no hará cuando esté ante un público?”.

Poco después, Catalino Parra integró una delegación folclórica que, encabezada por los Gaiteros de San Jacinto, le dio la vuelta al mundo.

La presencia de El Chispón

Catalino Parra nació en 1925, en Soplaviento, Bolívar, un pueblo flagelado por las epidemias, las inundaciones y la miseria, que ha construido con su propio padecimiento una de las tradiciones verbales más alegres –ironías de la cultura– y más ricas de la Costa Atlántica.

Lamido por el Canal del Dique –brazo del río Magdalena–, Soplaviento se inunda casi todos los años, desde comienzos de siglo, sin que los gobiernos de turno hayan tomado las elementales medidas de protección contra una calamidad que arrolla las calles y las casas, ocasiona enfermedades, devasta los cultivos, dificulta el transporte de alimentos desde las capitales cercanas y aumenta el costo de la vida.

Allí, en esa desolación permanente, surgió el clarinete virtuoso de Clímaco Sarmiento (el autor de “La vaca vieja” y “Pie pelúo”), la trompeta sandunguera de José Catalino Ortiz y los versos espléndidos de Simón Almanza y Donaldo Cueto. Allí nacieron los cantos de Catalino Parra –ágiles, chisporroteantes– y se cuajó su voz nítida y altiva, su dominio magistral de la tambora.

Soplaviento es un pueblo de pescadores. Hasta 1951, cuando era el lugar de mayor movimiento comercial de la región, gracias a una ubicación privilegiada que le permitía utilizar transporte férreo y fluvial, salían del puerto hacia las ciudades próximas dos y tres camiones diarios de pescado. Aquella era una época de tanta abundancia, que para el consumo interno los habitantes se regalaban el pescado o intercambiaban sus variedades, pero nunca se lo vendían. En los alambres de los patios colgaban largas ensartas de bocachico o barbul salado, que eran comidos con deleite tras varios días de sol y sereno.

A pesar de que el empobrecimiento de las ciénagas cercanas sumió en la miseria a la mayor parte de la población, que deriva su sustento de la pesca, Soplaviento sigue siendo un pueblo de pescadores. El Chispón, el barrio donde nació y ha vivido durante toda su vida Catalino Parra, es el emporio de los pescadores, quienes desde por la madrugada parten en sus canoas hacia las compuertas de San Cristóbal. Hacen el camino inventando leyendas de amores infelices, monstruos dóciles o diluvios remotísimos.

“Esos cuentos los empecé a oír cuando estaba chiquito, cuando mi abuelo me llevó a pescar por primera vez. Esas historias me hicieron hombre y me enseñaron a querer la pesca para siempre. Por eso, aunque mis ocupaciones como profesor de danza y percusión en cuatro colegios de Cartagena me quitan mucho tiempo, no puedo dejar la pesca. Siempre estoy pendiente de la subienda. Me gusta saber que la liga de la casa la levanto yo, a pulso, pescando, en vez de comprarla por ahí, en algún expendio”.

La pesca es parte importante de las canciones de Catalino Parra. Como algunos elementos representativos de El Chispón que se asoman a sus versos, tratados con picardía: mulatos musculosos que cruzan a nado el Canal del Dique, sumergidos y de un solo tirón, aun cuando su caudal esté a punto de estallar; morenotas de fibras fuertes que lavan sus corpiños a la orilla del río, mascando hojas de limón y con las polleras zampadas en los muslos; los cerdos pacientísimos que trasiegan por las calles, a pleno sol, hociqueando las cercas ajenas; los perros de nadie que andan exaltados, en cuadrillas, peleando la montura de una perra en calor; matronas que fuman cigarrillos sin filtro con la candela por dentro, desescamando pescado a las puertas de sus casas.

En el terreno de sus cantos

Los animales y sus hábitos, los conflictos de estos con el hombre, la vegetación silvestre, la siembra y la pesca, las congojas del campesino, los amores ariscos, son los motivos de sus canciones. Con estos temas ordinarios, sacados de su realidad inmediata de siempre, Catano ha elaborado piezas de mucha soltura y belleza.

Chiquita, la más chiquita

la del canasto de flores

pero no estuvo chiquita

para haber tenido amores.

Quiero amanecer, Manuelito Barrios…

(Manuelito Barrios)

De los pájaros del monte

Josefa Matía

Yo quisiera ser el toche

Josefa Matía

Para conversar contigo

Josefa Matía

En los claros de la noche

Josefa Matía.

(Josefa Matía)

Catalino Parra jamás buscó los temas. Más bien los temas –que prefiguraron su vida– lo reconocieron a él y eligieron su voz para transparentarse en sus historias sencillas y jocosas, contadas con un lenguaje penetrante. Tampoco se preocupó por cantar cosas distintas de las que a él le nacían, así los otros motivos, que le eran ajenos, tuvieran más interés para los comerciantes de discos. Por ello su creación es pareja y coherente, y tiene la huella de su estilo. Parra está en perfecta comunión con su universo y, a menudo, mientras sus canciones nos revelan su realidad, esta termina por revelarnos al autor.

Ya vienen las colombianas

con su maleta apretá

ya vienen de Venezuela

a pasar su navidad.

Quiero, quiero, quiero

quiero, quiero ya

Susana tiene unas flores

unas flores colorás.

(Quiero, quiero)

Ay, corre, morrocoyo

que te coge el perico ligero

ay, brinca, morrocoyo

que te coge el perico ligero

ay, que la zorra está amarrá

que te coge el perico ligero

si no corres te quedas atrás…

(El Morrocoyo)

Animalito del monte

no me dejas descansá

como andes con tanta vaina

vas a perder la quijá.

Animalito del monte

que sales de madrugá

a comerte toa mi yuca

y yo tenerla que sembrá

eee, eea, óyeme puerco manao

déjame trabajá.

(Animalito del monte)

A Catano le interesaron los animales desde cuando era niño y descubrió en ellos ciertos rituales para sus actividades esenciales, como el sexo y la alimentación, que no todos los hombres conocen y con los que se identificaba su humor silvestre. Lo mismo observó en algunos elementos de la flora.

“Es que el mundo de los animales tiene su gracia, ¿oyó? Los animales son como los hombres. Hay de todo: buenos, malos, perversos, astutos, rápidos, lentos, brutísimos. Por ejemplo, el morrocoyo y el perico ligero son muy lentos y se me ocurrió que si en una canción los ponía a correr, al uno detrás del otro, conseguía una pieza chusca. Cuando salió la canción, hubo estudiantes universitarios que me preguntaron qué era un morrocoyo, imagínese usted. El perico ligero no lo habían visto ni en película. Yo les explicaba: hombre, ese es un animal lentísimo, que de aquí de mi casa, por ejemplo, se demora hasta tres días para llegar a la orilla del Dique. Si se lo coge la noche, puede dormir guindado con alguna de las patas delanteras en cualquier hoja de plátano. Todos los animales merecen atención, porque muchas veces le enseñan al hombre cosas que este no sabe, así sean animales dañinos, como el ñeque, que persigue el fruto que el hombre pone en la tierra, o brutísimos, como el ponche, que corre hacia donde su olfato siente la muerte”.

Es claro que su conocimiento sobre las costumbres de los animales y las transformaciones de la vegetación no es científico, sino sacado de una observación cuidadosa, propia de la gente de su región, que le ha llevado a revelaciones con frecuencia ignoradas por profesionales y estudiantes.

En Catano todo es fábula, esplendor verbal, deliciosa imaginería. Lo mismo cuando está creando una canción que cuando habla de las virtudes o defectos del hombre; cuando recuerda viejas anécdotas que cuando opina sobre los músicos de hoy, Catano juega siempre con imágenes de animales para matizar sus conceptos o historias.

No solo es un maestro de la fábula –no conoce a Esopo ni a Samaniego– sino que el tratamiento primario que les da a los animales desemboca a veces en lo más antiguo del universo, en el soplo que antecedió a los hombres. Sus versos corren, con frecuencia, hacia nuestros orígenes desconocidos y, aunque no alcanzan a revelárnoslos, nos hacen sentirlos, intuirlos.

Tío conejo va corriendo

la zorra le sigue atrás

sale el ponche de la zarza

que el tigre lo va a matar.

Ay, corre, ponche viejo

que el tigre te va a matar.

Ya el ñeque está pujando

el venao no sabe ná

el saino que se espanta

guartinaja quedó atrás.

Ay, corre, ponche viejo…

(Ponche viejo – Inédita)

En el quicio de mi casa

yo tengo una aseguranza

pero el diablo anda atrás

para ver si se le alcanza.

Ay, me sobé, me sobé, por debajo de la puerta.

(Me sobé – Inédita)

“Vea, compañero: yo cuando voy a componer pienso en llegar a la gente, en hacer cosas alegres. Así soy yo. No me preocupa que lo que compongo haya o no haya ocurrido. Lo importante es que el tema, real o imaginario, me entusiasme y se preste para sacarle punta. Ah, otra cosa: no sé por qué, pero lo cierto es que nunca me ha gustado escribir mis canciones. Cuando compongo, ensayo cada verso que hago hasta cuando, a punta de memoria, me lo aprendo. No es porque no sepa escribir. Es que no me gusta hacerlo. Eso sí: cuando me meto a hacer una canción, es tema de todo el tiempo, mientras me la aprendo, claro. La ensayo en el baño, en el camino hacia la pesca, en los buses, en todas partes. Al comienzo, Tita, mi mujer, pensó que estaba loco, y me miraba con susto, así como puerco meando en iglesia”.

La armonía última

“Bastante que caminamos con Los Gaiteros de San Jacinto. Bastante. En la primera gira, que fue en 1964, anduvimos por toda Colombia. En el 68, después de regresar de las Olimpiadas de México, adonde representamos a Colombia, fuimos a grabar. A mí me avisaron en Soplaviento y yo le dije a mi compadre Alejo “Sangre en la uña” que se preparara, que nos íbamos para Bogotá, a grabar”.

–Compa, yo creo que no voy a poder ir, me dijo él.

–¡Cómo que no va! ¿Y entonces quién nos toca el pito de caña de millo? Déjese de eso, Alejo. Ajá, ¿y por qué es que no quiere ir?

–Compa: lo que pasa es que no estoy aparente.

–¿Que no está aparente? ¿Cómo así?

–No estoy aparente, compa, porque no tengo sino una muda de ropa.

–Ah, pero eso no es grave. Vamos, que allá están interesados que usted vaya y es seguro que le toman cariño y lo aperan.

“Pero como mi compadre Alejo Manjarrez era así como era, brioso y porfiado, nadie lo convenció de que fuera. ¡Y todo por no estar aparente!”.

“Total: solo viajamos Toño Fernández, Juan y José Lara, Pedro Nolasco Mejía, Andrés Landeros y yo. ¡Qué grupo ese! ¿Usted ha visto algo igual? Bueno, sí: después hubo muchos problemas y Toño agarró su rumbo y los Lara agarraron el suyo. Pero ese grupo así, junto, era de ver cuando tocaba, oyó. Fíjese que esta música de gaitas casi no tenía salida ni sus intérpretes eran conocidos, y, cuando nosotros la cogimos, la levantamos y la hicimos conocer”.

“Lástima que los señores de San Jacinto grabaron ya viejos y se enfermaron o murieron en el apogeo de nuestra fama. Si no hubiera sido así, quién sabe por dónde anduviéramos. Porque para caminar sí. Para caminar sí. Todo se movía cuando llegábamos. Había que vernos tocar”.

“Estuvimos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Ecuador, Estados Unidos, Unión Soviética, México, Italia, Alemania, Francia y España, y en todos esos sitios nos admiraron y nos quisieron. Muy bonito viajar. Muy bonito”.

“Han quedado muchas historias de nuestras andanzas por el mundo. Por ejemplo, una vez, en Nueva York, aprovechando un descanso, Juan Lara y yo salimos a dar una vuelta. Claro que estábamos pendientes de no alejarnos mucho del hotel, para no perdernos. Bueno: apenas habíamos comenzado cuando salió un perro grandote detrás de nosotros, ladrándonos con insistencia. Y ahí mismo salieron otros perros y nos rodearon. Estaban rabiosos. Todavía no sé de dónde pudieron salir tantos perros. En medio de los ladridos, yo estaba asustado y a Juancho se le ocurrió preguntarme: oye, Catalino, ¿por qué será que en todas partes los perros tienen la misma lenguará? Y yo le dije: carajo, Juancho, qué esperas, ¿que ladren en inglés?”.

“En Nueva York nos fue bastante bien. Tocábamos acordeón, gaita y caña de millo, y en el Teatro Radio City nos pagaban 240 dólares por semana”.

“Desde que Juancho se murió, nadie ha vuelto a tocar la gaita hembra como es debido. Ahora los muchachos sacan unos sones aturdidos, desgarbados. Parece que no tuvieran dedos. Pero en verdad lo que no tienen son ganas, estímulos. Yo recuerdo que Juancho pasaba los dedos por candela, para tenerlos siempre veloces. Cada rato hacía ejercicios moviendo los dedos en el aire. ¡Ese hombre sí tenía dedos para tocar, carajo! Tapaba y destapaba los orificios de la gaita con una rapidez impresionante, y le daba a la melodía todos sus registros, con unas vueltas y cadencias muy bonitas. Ahora no hay quien haga eso ni quien tenga ese poco de aire que él tenía en los pulmones para pitar con fuerza por la boquilla de la gaita”.

“Por eso me preocupa el futuro de esta música. Es que todo se ha ido perdiendo. Ya no hay cumbiambas ni fandangos. Pero no tengo nada contra los músicos de ahora, porque creo que, en el fondo, ellos no tienen la culpa. Habría que averiguar bien a qué se debe esta decadencia. Y contra las casas de discos tampoco tengo nada. A mí me llegan veinte mil pesos todos los años, por todo lo que he grabado. Algunos me dicen que es una miseria. Otros, que es una buena cantidad. Yo pienso que no necesito más que eso”.

“Lo que sí lamento de verdad es no tener aquel grupo que teníamos con Los Gaiteros de San Jacinto y que hacía bailar hasta las piedras. Varios de mis compañeros, como Mañe Serpa, Juan Lara, Nolasco Mejía y Manuel Mendoza, se han ido muriendo. Ahora que lo pienso bien, creo que era tanta la armonía que teníamos que ahora nos estamos muriendo juntos”.

Soplaviento, noviembre de 1987

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