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Alba Pereira, la cónsul honoraria de Venezuela en Bucaramanga

“Yo llegué a Bucaramanga un 14 de febrero, hace 13 años. salí como quienes llegan hoy en día, con una maleta llena de ilusiones”: Alba Pereira.

Por: Diego José Suárez Plata.

A Alba Pereira le pidieron un día en su natal Venezuela, que firmara una carta en la que reconociera que tuvo algunos problemas mentales y que luego de reflexionar había decidido ser Chavista. Esa condición fue hecha por líderes del oficialismo, para que se convirtiera en una ciudadana ‘normal’ y dejara atrás su oposición declarada. Ante dicha situación ella decidió negarse, y a empacar maletas a tierras santandereanas.

“Yo llegué a Bucaramanga un 14 de febrero, hace 13 años, era un domingo a la una de la tarde, salí como quienes llegan hoy en día, con una maleta llena de ilusiones y con muchas ganas de salir adelante”, asegura la mayor de cuatro mujeres.

Esta mujer amante del deporte, y como buena venezolana, seguidora del béisbol, dice que es hincha del equipo más malo del mundo. “Sigo al equipo de mi ciudad, el Cardenales de Lara que en 60 años ha ganado una sola vez”. Del fútbol le gusta el Lara Fútbol Club, el onceno de su región. Y no contenta con eso, se volvió seguidora del Atlético Bucaramanga desde que llegó a tierras hormigueras.

Alba es una mujer llena de frases. Asegura que cuando pase el problema social que enfrenta su país, seguirá en la capital santandereana. “Yo me quedo viviendo en Bucaramanga y eso es lo que le da tristeza a mi familia. Siempre se los he dicho, el día que esta vaina caiga (el gobierno) todos los venezolanos se van a ir y yo soy la única que va a estar allá con una pancarta diciéndoles chao en Morrorrico. De aquí no me sacan. Conmigo se quedan”.

Ante la avalancha de llamadas y solicitudes de ayuda por parte de cientos de venezolanos tuvo que reorganizar su tiempo. Ahora en la mañana atiende las cosas de su restaurante y desde las 2 de la tarde empieza a recibir a la gente de su país. “Le preguntaba a un amigo médico: cuántos pacientes atiendes al día y me decía 15 y salgo mamado. Y le dije imagínate la ‘remamadez’ mía que atiendo el restaurante y luego 30 o 50 personas aparte de las llamadas y los mensajes”.

Con una sonrisa comparte otra de sus frases: “Mi teléfono parecía un cajero automático, estaba siempre dispuesto. Pero tuve que aprender a apagarlo todos los días a las 11 de la noche porque si no, no duermo. Si la gente te puede llamar a las 2 de la madrugada a preguntar qué van a hacer con el pasaporte, lo hacen”.

Historias inolvidables

Alba pasa con facilidad de la carcajada a la tristeza cuando recuerda los centenares de historias que comparten con ella sus compatriotas. Su semblante cambia cuando trae a la memoria el contacto con una bebé de nueve meses que parecía de tres. “La niña llegó con sus padres y era impresionante verla lo chiquitica que era, yo iba a almorzar y al verlos no pude y les di mi almuerzo. Usted viera cuando la mamá le empezó a dar unos granitos de arroz. Fue impactante ver cómo la niña se desesperó por comer. A esa edad ya tenía dientes y podía. Pero nunca había comido. Solo Nestum con agua”.

Esta mujer que sigue soñando con ver de nuevo a su familia que se encuentra en Barquisimeto, se le quiebra la voz cuando habla del joven abogado venezolano que llegó el mes pasado a pedir su apoyo. “El muchacho es diabético tipo 1, llegó a Cúcuta y se mojó mucho en un aguacero y eso le afectó demasiado los pies. Se vino a Bucaramanga y pudimos ayudarle con medicamentos y comida. En Venezuela llegó al extremo de quitarle las llantas a su carro para venderlas y poder comprar un frasquito de insulina en el mercado negro. Si no se viene se hubiera muerto”.

Cuenta que a sus compatriotas les permiten quedarse en la terminal de transportes hasta tres días, a los parques llegan tipo 11 de la noche para poder dormir bajo su propio riesgo. También hay personas frente al palacio de justicia y otros que tratan de conciliar el sueño bajo los puentes.

A través de su fundación ‘Entre dos tierras’ les brindan a sus paisanos asesoría legal, medicamentos, ropa, mercados y organiza brigadas de salud para brindarles atención de manera gratuita algunos fines de semana.

Esta mujer se siente más santandereana que muchos y defiende el emprendimiento de la gente de esta tierra. “Siento que la calidez del santandereano es única, son personas muy competitivas y no he tenido problemas de xenofobia. Mientras a mí me enseñaron a querer el mute, yo les di a conocer lo delicioso que es el pabellón, que es como la bandeja paisa de allá. Yo lo preparo con caraotas bañadas en queso, arroz, aguacate, huevo, tajadas y mucho amor”.

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