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La segunda escala de PianoMóvil sonó en Yurayaco – Caquetá

Acompañamos el recorrido de esta iniciativa, llevando la música hacía más zonas apartadas de Colombia.

Por Laura Galindo M. - Señal Clásica.

Al principio faltaba la luz. La tierra era oscura y el primer hombre caminaba sin ver. Torpe, pesado, lento. Un día, tropezó con el bejuco del yagué y lo partió en dos. Una de sus mitades comenzó a elevarse y creció tanto que tocó el cielo. Se clavó en el centro de la flor andaquí y por su talló bajaron los hombres del sol con tambores y flautas. Millones de melodías llenaron el mundo y al rozar el suelo se hicieron los colores, la razón y el lenguaje.

Desde entonces, para los ingas, la vida no ha dejado de cantar.


***

- ¡Deje pasar a los señores! - le grita Nicole a su hermano. ¡Déjelos pasar! ¿No ve que vienen cargando un piano?

Maicol lanza una mueca de fastidio y se hace a un lado. Aunque es varios años mayor que ella, parece que fuera al revés. “Usted no puede tomar de eso porque tiene cerveza”. “¿Ya se cepilló los dientes?”. “Bájese de ahí, que se va a caer”. Ambos estudian en la escuela Yachaikury, de la inspección Yurayaco, en el municipio caqueteño San José del Fragua. Aprenden a usar las plantas para sanar los dolores del cuerpo, a cultivar la huerta respetando la tierra y a preparar la uchumanga para sazonar las comidas. A leer y a escribir en inga, su lengua materna. A resolver operaciones matemáticas y a conjugar verbos en inglés.

Foto: Esteban Herrera.

- ¡Córrase, que de pronto le pegan! Le voy a contar a mi mamá cuando venga. Y también le voy a decir que usted tomó cerveza.

Que no es la mamá sino la madrastra, me dice Flora Macas, rectora de la escuela. Que como todos los niños que estudian en Yachaikury, Maicol y Nicole viven internos porque quedaron en medio de una guerra que no les tocaba, perdieron a su familia y han ido creciendo a fuerza de cicatrices.

Foto: Laura Galindo.

Yachaikurí significa ‘aprender juntos’ y de eso se trata todo. De 9 resguardos ingas unidos en un solo pensamiento. De una asociación de cabildos, la Tangachiridu Inganokuna, que cree en la educación como plan de vida. Del utilitarismo occidental latiendo en sincronía con los saberes ancestrales. “De sobrevivir y seguir existiendo”, dice Flora Macas.

- ¡Que se quite, hágame caso! - le grita Nicole a Maicol una última vez. Aprieta los labios, revuelve el aire con las manos y se congela en ese gesto envejecido que tienen todos los que han vuelto a nacer. ¡Qué se quite que nos trajeron un piano!

A Yurayaco, llegó PianoMóvil.

***

A mis hermanos los mataron, me dice Waira. A Mario y a César. Ellos también eran autoridades de la asociación Tangachiridu Inganokuna, como yo. Hablaban sin pelos en la lengua y no se le corrían a los políticos. Lo de Mario fue hace un año. Unos encapuchados se metieron a su casa, en Belén de los Andaquíes, y lo torturaron. La policía dijo que había sido por robarle el ganado, pero el ganado apareció dos días después.

Todos sabemos quién fue, pero no podemos decirlo. El mismo que ha matado tantos líderes sociales que ya perdimos la cuenta. Más de trescientos dicen unos, casi quinientos dicen otros. Ese que una noche, se robó todos los equipos de nuestra emisora comunitaria y nos dejó sin voz. Que nos tiene amenazados, que nos mete miedo, que nos ha hecho salir corriendo.

Foto: Laura Galindo.

Mi nombre es Waira Nina Jacanamijoy. Waira significa aire y Nina significa fuego. A los que me consultan sobre el matrimonio les digo que es un invento de los católicos, que para amar de verdad solo hay que buscarse una piedra, un morrocoy, y ser testigo de este mundo que se va a acabar. He estudiado, fui becaria de la ONU e hice derecho internacional en la Universidad de Deusto, Bilbao, pero prefiero la sabiduría que me enseñaron los taitas a la ciencia. Y si me equivoco: ¡perdón Estado!

Foto: Laura Galindo.

Soy Waira Jacanamijoy Mutumbajoy. Tengo una hija que se llama Belén, del papá ni me pregunte, que fue una aventura. No voy llenando requisitos para vivir, vivo y ya está. Cuando volví de España, la fiscalía me acusó de colaborar con la guerrilla. Querían callarme, pero no pudieron. Hoy hablo por Flora, por mis hermanos, por todos los hombres y mujeres ingas que han tenido que irse. Hablo porque no hay que tener miedo, porque al fin de cuentas la muerte no es más que una transformación. Soy aire, soy fuego y este es mi canto callado.

***
En Yurayaco, los días son largos. A las 5:30 de la tarde el sol todavía escuece la piel y obliga a entrecerrar los ojos. El río se deja empujar por el viento y los pájaros cantan necios sin querer irse a dormir. Los árboles sacuden sus hojas y los mosquitos se preparan para enfilarse en nubarrones tan pronto se vayan las luces.

El público está listo y el concierto por empezar. Los ingas han venido desde sus malocas en el corazón de la selva para ver un piano por primera vez. Hay niños en el suelo y ancianos apretujados en las bancas. Los pájaros comienzan a callarse, como si le entregaran al piano una batuta invisible. Diego Franco, el pianista, hace una venia corta, se traga el bosque de un respiro y de su mano derecha brota un mantra de tresillos. Es la música de Ryuichi Sakamoto despidiendo la tarde.

Foto: Laura Galindo.

El turno es ahora para Waira. Con la palma abierta frota el caparazón de una tortuga hasta hacerlo sonar. Cierra los ojos y se eleva en una alabanza para la mama del agua. A su canto se suman las voces del público. Las de los niños, las de los ancianos, las de PianoMóvil y las de las chicharras que han comenzado a llegar. Es un canto salmódico, frenético, sublime. Es ese aprender juntos del que hablaba Flora Macas, ese “seguir existiendo” que trae implícita la música. Dos mundos que laten juntos en la sincronía del universo.

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