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Y sigue la música, José

Por: Alberto Salcedo Ramos.

Por: Alberto Salcedo Ramos.

El anciano masticaba como si cumpliera una penosa obligación. Le habían rayado el queso para que lo tragara sin problemas, pero él lo volvía un mazacote con sus dedos temblorosos antes de metérselo en la boca. Un par de tajadas de plátano maduro, un pan de dulce y un pocillo de chocolate completaban su desayuno.

Su mirada erraba por el patio sin advertir que, a sus espaldas, un hombre le observaba sin atreverse a decir nada, como si ahora, después de haber entrado en la casa y avanzado hasta el comedor sin permiso de nadie, temiera ser descubierto y arrojado a la calle.

Parecía que el viejo, cuya figura flemática resultaba más desvalida en la espaciosa casona, no se levantaría nunca más.

Al volverse lentamente, masticando aún con desgano, miró al inesperado visitante sin emoción, sin asombro, como si siempre lo hubiera visto.

"Ahora sí se está acabando José Barros", dijo, mientras se quitaba con el dorso de la mano derecha unas migajas de pan que tenía en la comisura de los labios.

Sin esperar la pregunta, el hombre explicó entonces que venía de Cartagena y traía un mensaje de su hermano Adriano Barros. Por primera vez, brillaron los ojos del anciano. Engulló el último pedazo de pan de un solo tirón y ordenó al visitante (es mandón) que le alcanzara un frasco de pastillas que estaba al otro extremo de la mesa.

En el comedor había un penetrante olor a jabón de baño y el visitante pensó de pronto que tal vez ese olor era el que le daba al maestro aquel aire de pulcro desamparo.

- Supe que el pobre Adriano también estuvo enfermo. Antes de irse para Cartagena, me recuerda que le voy a mandar unas cápsulas de estas. Espantan la vejez y los achaques.

Cuando se iba a poner de pie, trastabilló, pero logró agarrarse en el brazo del otro hombre, evitando caerse. Se disculpó.

- Es la pierna. Véala. Está rígida pero todavía no me ha embromado. (No se dejó interrumpir por la solicitud de que comiera el queso que quedaba en el plato).

- ¿Adriano también está así? Caramba, si está así lo compadezco. A esta edad todo es mortificante para el cuerpo. Mire: los lentes me pesan tanto que han estado a punto de derribarme y lo peor no es eso: lo peor es que no puedo estar sin mis lentes. Esta es la edad en que muchos hombres no podemos vivir ni con las cosas ni sin ellas.

Mamando gallo

- La verdad es que yo me hice compositor mamando gallo. Lo único que me interesaba era gozar yo solo, cuando creaba la canción. Después, la mandaba a la porra. Se me olvidaba. Mis primeras canciones surgieron cuando tenía 12 años. Aquí hay varios amigos que las cantan, entre ellos Nicanor, pero yo no las recuerdo. Sé que una se llama "Corazón sangrante" y la otra "Nena".

- ¿Cuándo dejó de mamar gallo?

- A los 17 años, cuando me metí en el Ejército y después salí a recorrer el mundo. Si quería ganarme la vida, debía tomar en serio lo que empecé en la infancia. Y eso fue lo que hice.

Siendo muy niño, escuché en El Banco boleros, danzones, rancheras y tangos, que era lo que entonces se nos permitía escuchar. Contra el vallenato nos tenían prevenidos, con el argumento de que se trataba de una música vulgar.

Así que a los 19 le puse seriedad a la cosa y me afiebré con los ritmos que oí en la niñez. Es más: la primera canción que yo grabé, de cuyo nombre no me acuerdo, fue un tango. La grabé en Lima. Recuerdo que en esa hermosa ciudad había mucha gente convencida de que yo era argentino, por mi facilidad con el tango. Para seguirles la corriente, empecé a dármelas de argentino. Debió ser que ellos no habían oído hablar a muchos argentinos, pues mi acento gaucho era terrible y no se dieron cuenta.

- Usted tiene una cumbia clásica, "La piragua", y un bolero clásico "A la orilla del mar". No es común que la misma persona que elabora un bolero o un valse, componga también un porro o una cumbia...

- No es común pero tampoco es nada del otro mundo. La música, aunque sea de géneros diferentes, tiene los mismos temas. Quizá, según el tipo de música, varía un poco el enfoque. Por eso, a veces un tema que quiero meter en cumbia, por ejemplo, me rechina, se me escurre, y después descubro que no lo puedo empujar a la fuerza, que más bien cabe, con toda la limpieza del mundo, en un porro.

Ahora: si usted analiza un valse y una cumbia encontrará que tienen un parecido asombroso, más del que se podría imaginar. Hay ciertos compases, cierta sensualidad en los giros, que los asimila. Y, sin embargo, el valse tiene un prestigio intelectual que no tiene la cumbia. Entre otras cosas, porque la naturaleza ancestral de la cumbia no se deja encasillar, es rebelde.

- ¿Qué dificultades se le presentan cuando compone una canción?

- La dificultad es siempre la primera estrofa. Hay que dejarla cuadradita y eso lleva su tiempo, porque la línea melódica debe ajustar con la letra. Al final, la saco en limpio y la canto. Esa canción, como todas las nuevas, me aburre, hasta el punto de que la zampo en una gaveta y no tengo que ver con ella en varios días. Cuando la saco de allí, el tiempo me ha dado más serenidad para analizarla. Si no me gusta, la tiro a la porra.

- ¿Le gusta la palabra inspiración?

- No señor. Prefiero hablar de capacidad. Claro que la inspiración existe, aunque no es definitiva. Y en todo caso, si no se tiene capacidad no se aprovecha.

Algunas melodías e imágenes le llegan a veces al compositor como una magia. Pero el milagro apenas tiene una primera parte. La segunda, que viene a ser el que el compositor aproveche lo que le llegó no se sabe de dónde, es una empresa del talento. Nadie lo ayudará ni habrá un dios que le lleve la mano.

Póngale cuidado a esta historia: una vez estaba yo sentado en un potrero, bajo una palma, y escuché el grito remoto de un vaquero. Una fuerza extraña me paralizó cuando se acercaba la manada, un poco dispersa, guiada por unos hombres curtidos que llevaban el sombrero a la espalda. Yo ese día no me había levantado con el propósito de hacer una canción sobre la vaquería, ni había pensado jamás en utilizar ese tema. Pero ocurre que el tema me llegó sin esperarlo y, además, me llegó una pista sobre cómo debía empezar. Si no hubiera tenido la capacidad, aunque contara con el favor de la inspiración, jamás habría hecho "El vaquero".

- ¿Se ha planteado, como compositor, algún compromiso especial?

- No me gusta hablar de compromisos. Pretendo que mis canciones sean del agrado de algunas personas y no necesariamente de todo el público. Me basta con unas cinco o diez que, cuando las oigan, sientan que hubieran querido decir lo que yo digo. A veces, sin embargo, esas personas que se identifican con uno son más de las que uno se imaginó, lo cual no me disgusta.

- ¿En esas personas piensa cuando compone?

- No. Cuando compongo, lo único que me importa es la canción que va naciendo. Y yo. Lo demás no existe.

En la casa

En su casa, el maestro se siente arrinconado por la soledad tan espesa que él ha rehuido durante los últimos 15 años y a veces piensa que algún día esos graves espacios interiores tomarán vida propia para asfixiarlo.

Al marcharse su tercera mujer, Dora Manzano, empezó a conocer el peso exacto de la soledad, al lado de los tres hijos que tuvo con ella.

Ahora, los muchachos han crecido y andan por la calle, y José Barros debe enfrentarse solo a su problema. Para no sucumbir, casi siempre termina yéndose él también para la calle, a pesar de que en la vejez aprendió que la soledad no está en los lugares, sino en el hombre mismo.

En ocasiones, cuando trata de evadirse, tropieza de frente con la soledad, que le sale al paso, y entonces es presa de un dolor casi físico ante el cual se siente impotente.

Todos los días visita a Zuraya Namén, con quien tiene una especie de pacto secreto, no establecido con palabras sino a través del tiempo, que la compromete a atender las visitas de él entre las once de la mañana y la una de la tarde y después entre las cinco de la tarde y las siete de la noche.

Cuando no encuentra a Zuraya Namén, agarra una de sus rabietas famosas y, en represalia, deja de visitarla durante dos o tres días. Nunca ha aguantado más tiempo sin verla.

En cambio, a Nicanor Pérez Cogollo tiene que verlo todos los días.

El y Nicanor son amigos desde la infancia y jamás han estado de acuerdo en nada. Por el contrario, todos los días discuten, se insultan, se retiran bravos y poco después están juntos y sonriendo, felices. Es una pelea cotidiana que a los dos les hace falta. El día que por cualquier motivo no pueden pelear, ambos tienen problemas para dormir.

Bravos de muerte no han estado nunca. Son resentimientos pasajeros que al poco rato desaparecen. Comienzan casi siempre por lo mismo: una discusión sobre música o sobre el pasado de El Banco, que poco a poco toma calor hasta explotar en el retiro de ambos.

Nicanor Pérez acusa a José Barros de ser terco, pero reconoce que él también lo es. Cree que esa es una de las razones por las cuales no pueden vivir el uno sin el otro y está convencido de que cuando José muera, él morirá, a más tardar, el día siguiente, porque entre los dos "hay una ligazón de amor y de soberbia muy grande".

Nicanor, la primera persona que cantó "La piragua", mucho antes de que fuera grabada y famosa, parece siete años más joven que José Barros. Y lo es. en realidad. Pero José no lo acepta e, inclusive, antes discutía por eso. En cambio ahora, cuando Nicanor dice que tiene 69 años, el maestro, que ya se lo ha oído decir muchas veces, se aparta con cara de disgusto, mascullando entre dientes: "pa´ joderte". Y allí termina todo.

A recorrer el mundo

Un día cualquiera de 1930, José Benito Barros Palomino desapareció de su pueblo, con rumbo desconocido.

La única que no se alarmó en su casa fue su madre, Eustasia Palomino, porque pensó que se trataba de una simple travesura de muchacho. Incluso, preparó el regaño que le daría cuando volviera.

Pero no volvió esa tarde ni las siguientes.

Hoy, a los 76 años, José Barros no se explica por qué partió de su casa siendo apenas un muchacho de 17, con las manos vacías y sin camino definido. Sólo recuerda que mientras abordaba una chalupa en el puerto, con destino a Santa Marta, sintió temor.

Sus hermanos mayores lo buscaban por todos los pueblos vecinos, casa por casa, sin saber que José acababa de enrolarse al Batallón Córdoba Número Seis del Ejército Nacional, con sede en Santa Marta.

No pensó siquiera en escribir una carta a su casa para informar dónde estaba, sino que se dedicó a vivir en forma atropellada, por encima del duro régimen disciplinario de la tropa. Se la pasaba haciendo competencias de pulso, hurtando las meriendas de sus compañeros y tratando de aprender a tocar la guitarra del soldado Jaime Gutiérrez.

Por las noches, cuando todos dormían, aprovechaba el silencio para componer boleros. Si el trasnocho le daba hambre, robaba algo de comer en las tulas de sus compañeros. Y seguía cantando.

En 1932 salió del batallón con el grado de sargento segundo y un poco menos magro que cuando entró. No regresó a su casa, donde la señora Eustasia Palomino le creía muerto, sino que se fue del país con los bolsillos limpios. Apenas se llevó la guitarra que el soldado Gutiérrez le dejó de recuerdo.

Diez años después, los amigos de José Barros, que entonces tenían entre 29 y 30 años, utilizaban la expresión "el difunto" cuando se referían a él, y lo recordaban por sus diabluras de infancia, por su mal genio y por su disparatada y fugaz incursión en los negocios.

Siendo un adolescente desgarbado y desentendido de los oficios propios de la región, José era la preocupación de sus hermanos mayores, quienes dudaban de que algún día fuera un hombre útil*. Ya se había retirado de la escuela cuando cursaba tercero de primaria y, aunque ayudó a su madre en un tiempo, a causa de su temprana viudez, se mostraba indiferente ante el trabajo.

Oscar, el mayor de la familia, le dio dinero y consiguió que un hotel de Barranquilla le comprara semanalmente huacales llenos de gallinas criollas. La iniciativa incluía la venta de esteras, escobas y petates a mercaderes del sector de Barranquillita, y fue apoyada porque se pensó que a lo mejor, como José no quería ni estudiar ni trabajar, podría, en cambio, ser un negociante aventajado.

Los resultados fueron regulares hasta cuando el muchacho tuvo su primera novia, pero empeoraron cuando empezó a tirarse el capital, poco a poco, con las mujeres que conoció después. El experimento duró seis meses, al cabo de los cuales Oscar Barros llegó a la conclusión de que el pobre José era un inservible.

- " ¡Eres una mierda! ¡No sirves para un carajo!", le gritó, descompuesto por la ira, antes de darle un coscorrón.

Eso sí: en pilatuna no se lo ganaba nadie. Siempre fue él quien estuvo al frente de la gavilla de vándalos que, en tropel, se tomaba los barcos que llegaban al puerto para robarse las frutas, gritarles obscenidades a los tripulantes y escapar nadando cuando la situación se ponía difícil.

Lo del mal genio era de toda la familia, pero estaba acentuado en él. En el Banco eran famosas las peloteras que formaba con su hermano Adriano para decidir quién dormiría en la hamaca que tenía doña Eustasia Palomino en el patio.

Se decía que cuando el humor se le dañaba más de la cuenta y no tenía a la vista a nadie con quien pelear, José Barros se asomaba a un espejo y se insultaba él mismo.

El regreso

Una mañana de enero de 1942, doña Eustasia Palomino sintió un extraño deseo de hablar de Benito, que era como se conocía en El Banco a su hijo extraviado. Tenía varios años de no hacerlo e incluso había prohibido que en la casa se mencionara su nombre, porque no resistía el dolor de referirse a él como "el difunto".

Próspero Esparragoza y Nicanor Pérez Cogollo, dos de los amigos de infancia de José, estaban sorprendidos por la actitud de doña Eustasia, quien, además de hablar esa mañana con entusiasmo, sacó de un escaparate la ropa que dejó su hijo para lavarla y plancharla.

Los dos amigos, ya casados y con hijos, se acordaron ese día de que, en su época escolar, las únicas tareas que hacía José eran las de gramática, pues las demás Ir parecían un invento de los maestros para desquitarse de las maldades de los alumnos.

En clase de aritmética se la pasaba leyendo a Amado Nervo, el poeta modernista, y estaba demasiado concentrado en aprender la estructura de los versos de Rubén Darío como para interesarse en saber dónde nace el río Orinoco.

Doña Eustasia escuchó la bulla a las seis de la tarde, pero no supo de qué se trataba hasta cuando se asomó a la puerta y vio al hombre flaco, de 29 años, que caminaba con prisa hacia su casa. Cualquiera lo habría reconocido sin dificultades, pues, aunque su rostro reflejaba el paso del tiempo, su cuerpo seguía siendo tan enjuto como 12 años atrás. Era José Barros.

Se abrazaron en silencio. Ella lloró un poco y él fingió no darse cuenta, mientras entraba en la casa. Cuando abrió la boca, fue para decir que tenía hambre. Ambos pensaron que, después de todo, nada había cambiado.

La madre permaneció callada un largo rato, porque no sabía qué podría decirle. Una hora después, todo El Banco estaba enterado del regreso de Benito, y la casa se había llenado de gente.

La única persona que en ese momento no quería saber dónde había estado José era doña Eustasia, pues le bastaba con tenerlo allí de nuevo. El no respondió a los curiosos que le preguntaron por sus años de lejanía.

La parranda que se formó terminó al amanecer. A esa hora, los matarifes y vendedores de tinto comentaban que, por fin, la señora Eustasia Palomino se había quitado el luto.

Tiempo para la cumbia

- Usted quizá se pregunta cuándo empezaremos a hablar de la cumbia.

- Sí. Pero no me desespero, porque cualquier hora es buena para hablar de cumbia.

- Para usted, ¿qué es la cumbia?

- Esa pregunta me la hago yo mismo, todos los días, y la verdad es que así, con palabras, no sé qué diablos sea la cumbia. Yo siento la cumbia, vivo a través de ella. Me da fuerzas cuando estoy vencido y a veces hace que se me olvide que tengo hambre o sed.

- Usted dijo en una ocasión que para hacer buenas cumbias hay que saber qué es una cumbia.

- Sí, eso es verdad. Acabo de decirle que no sé responder con palabras qué es una cumbia. Pero eso no quiere decir que yo no sepa. Lo que pasa es que el 90 por ciento de los compositores de Colombia, y me refiero más que todo a los que hacen cumbias, no saben de dónde viene la cumbia, cuál es su lenguaje exacto.

La cumbia tiene su origen en el país de Pocabuy, conformado por Chimichagua, Chiriguaná, Chilloa, Chimí, Tamalacué, Menchiquejo, Guataca y Sompallón (El Banco). Allí los indios utilizaron la cumbia como una danza ritual para despedir a sus muertos más importantes.

Si uno estudia bien aquella época, se da cuenta de que había una cadencia ancestral. No era propiamente un medio de diversión, aunque algo de eso tuviera, sino más bien una manera de expresarse. Y es esta la línea más importante del género.

Por eso dije que quien no conozca a fondo la cumbia, que no se meta a hacer cumbia.

- Maestro, ¡qué posición tan radical y arbitraria!

- ¡No señor! Se lo pruebo con un ejemplo: el de Mario Gareña. El tiene una canción cuyo título es ’Yo me llamo cumbia". Y, en realidad, eso no es cumbia.

- Quizá no sea cumbia. Pero es una canción que vale.

- Es lindísima, claro. No le voy a decir que no. Pero yo no acepto que me quieran pasar como cumbia lo que no es cumbia. Es como si usted va a comprar una cosa y le pretenden vender otra. La que le quieren vender podrá ser bonita, pero usted prefiere la suya.

- Insisto en que usted es muy drástico.

- Mire: Mario Gareña es un compositor grande, de los mejores del país, pero que no se meta con la cumbia, porque de eso no sabe. La canción que le menciono tiene cuatro posiciones musicales y por eso no es cumbia, pues la cumbia apenas tiene tónica y dominante.

Yo quiero aclararle, porque de pronto usted no me ha entendido, que en ningún momento he tratado de menospreciar a Mario Gareña. Es que no ha sido él quien ha prostituido la cumbia. La cumbia la dañaron los que grabaron guarachas horribles para hacerlas pasar como cumbia.

- Demos nombres, pues.

- Para que la lista salga más corta, yo le voy a dar los nombres de quienes no tienen nada que ver con la prostitución de la cumbia: Pacho Galán, Luis Enrique Martínez y Andrés Landeros, que son grandes de verdad. Sólo ellos se salvan. Lo demás no sirve.

- A veces habla como si fuera el dueño absoluto de la cumbia...

- ¿Y usted qué quiere que le diga, vamos a ver? Me imagino que usted hace las preguntas para saber lo que pienso. Bueno… eso es lo que pienso. No puedo decirlo de otra manera.

Yo no soy el amo de la cumbia, pero por mi trayectoria soy el más autorizado para defenderla. La cumbia nos pertenece a todos.

- ¿Cómo es eso de las guarachas disfrazadas de cumbia?

- Ah, esa es la nueva moda: una canción vulgarota que aparentemente es cumbia. Simplemente porque lleva tambores. Ahora en Perú y México andan haciendo cumbia, cómo le parece, con base en las horribles guarachas que se oyen aquí. Hace poco escuché una cumbia mexicana que me mandó un amigo y me sirvió para descubrir que todavía tengo buen estómago: no vomité, a pesar de todo.

Metido en líos

Durante su ausencia de Colombia, José Barros estuvo en Argentina, Chile, Ecuador, Brasil, México, Panamá y Perú, cantando boleros en bares de mala muerte, viajando de polizón en trenes y barcos, ingeniándoselas para burlar guardias de inmigración.

De México lo sacaron dos veces, por indocumentado, y en un café argentino alguien que le llamó atorrante le dejó caer un puñetazo entre ceja y ceja antes de advertirle que por allí no lo quería ver más. Una bailarina fue la causa de ese lío.

Por enamoriscarse en cada sitio, tuvo muchos problemas, el más grave de los cuales lo vivió en Río de Janeiro, Brasil, donde un negro desdentado lo persiguió varias cuadras con un cuchillo, por haberse metido con su sobrina. El negro era dueño del restaurante donde José, acompañado de su guitarra, soltaba todas las noches su repertorio.

El romance más amañador fue con una limeña de pelo largo y grandes ojos negros, con la cual estuvo a punto de casarse. Por esos días. Barros grabó su primera canción, pero no alcanzó a gozar el éxito, porque lo deportaron.

A veces no tenía plata para salir con mujeres y vendía la guitarra. Con su canto ganaba después para comprar otra guitarra, pero de nuevo la vendía cuando quería hacerse acompañar de alguna amiga. Por eso, no sabe si en los 10 años que anduvo por fuera de Colombia tuvo más mujeres que guitarras o viceversa.

José Barros no pensaba retomar a Colombia en 1942. Lo que pasó fue que por error abordó un barco en Panamá que lo trajo hasta Turbo, Antioquia. De allí partió hacia Bogotá, donde conoció a un empresario que le propuso componer música tropical al estilo de la que se escuchaba en esa época, de Lucho Bermúdez, Pacho Galán y Abel Antonio Villa.

Entonces compuso "El gallo tuerto", que desde el primer momento se escuchó en todas las emisoras y traganíqueles de Bogotá.

Tan grande fue el éxito de la canción que varias orquestas internacionales la regrabaron, y a su autor se le abrieron las puertas de México, donde antes lo habían expulsado dos veces. Allí le rindieron un gran homenaje por haber colocado el tema a la cabeza de los discos más vendidos durante el año.

El pueblo de José

José tenía siete años cuando llegó a El Banco aquel enorme buque fluvial, en medio de una multitud de niños.

Había una gran algarabía, pero de repente, en forma brusca, todos se quedaron inmóviles, con los ojos esparrancados, viendo a los hombres que bajaban la mercancía. Nadie entendía de qué se trataba, pero todos estaban maravillados por los colores de aquellas cosas raras que se amontonaban en el puerto. Eran unas cachuchas.

El Banco era entonces -en 1920- uno de los pueblos de mayor movimiento comercial de Colombia, llamado "la despensa de los tres sures", porque abastecía de víveres al sur de Bolívar, al de Santander y al de Magdalena.

Todos los días atracaban en el puerto grandes y pequeños buques, del interior del país y del exterior, cargados con diversos productos como aceite norteamericano, arroz chino, telas y sombreros, mientras que de allí zarpaban otras embarcaciones con productos locales, como bagre, cacao, piña y lenteja.

En la época de más prosperidad, hubo una fábrica de licores que ganó un premio internacional en Puerto Rico con su ron Matusalén, y también hubo fábricas de hielo, de jabón, de cera y de gaseosas. En la primera mitad del siglo y aún en los primeros años de la segunda, se exportaba panela proveniente de las laderas de Chimichagua, en el Cesar.

El progreso alcanzado por El Banco se debe en gran parte a su privilegiada ubicación geográfica, en el ángulo formado por las márgenes de los ríos Cesar y Magdalena.

De su relativa proximidad a Bocas de Ceniza, en Barranquilla (400 kilómetros), y a la región petrolera del Catatumbo, también se derivaron muchos beneficios. En El Banco, la empresa Andian National Corporation construyó un oleoducto y la Tropical Oil Company montó un depósito de crudo.

Hace 60 años, allí no se podía dividir a la gente en rica y pobre, pues todo el mundo vivía bien. Un simple empacador de bagre era de ver cuando entraba a un baile, vestido de blanco, limpiecito y con los bolsillos abultados de plata.

Al pueblo se le atribuyen cinco fundaciones, la primera de las cuales, de hecho, fue realizada por José Domingo Ortiz, esclavo liberto de las minas de San Martín de Loba, del sur de Bolívar, en 1680. La protocolización de derecho de lo que antiguamente los indios llamaron Santiago de Sompallón y ahora se denominaba Nuestra Señora de la Candelaria de El Banco, fue dirigida por el español Fernando de Mier y Guerra, en 1742.

Allí nació José Benito Barros Palomino, el 21 de marzo de 1913, nueve años después de que El Banco fuera sacudido por una tragedia ocasionada por un pedazo de carne: una cocinera, para espantar un gallinazo que picoteaba en el fogón, lanzó un leño prendido y produjo el incendio de 60 casas.

Y sigue la música

- Dicen que usted perdió la cuenta de sus canciones.

- Son 800, aproximadamente. El número exacto no lo sé. Creo que me han grabado más de 500.

- ¿Semejante cantidad no es dañina?

- Se pierden muchas canciones, quizá la mayoría. A mí me basta con unas cuantas que se me salven y permanezcan en el tiempo. Yo he sido un compositor prolífico sin habérmelo propuesto. He hecho toda clase de música, hasta fantasías, y en varios géneros he tenido fortuna.

- Usted tal vez es el compositor colombiano más conocido en el exterior.

- De pronto. Es que cuando yo anduve recorriendo mundo conocí a mucha gente. A mí me grabó Bienvenido Granda, con la Sonora Matancera, los temas “A la orilla del mar" y "El chupaflor". Charlie Figueroa se hizo famoso con 12 boleros antillanos de mí autoría, entre ellos "Busco tu recuerdo", "Culpa al destino" y Por eso me voy". Mi canción "Pesares", que es una de mis preferidas, fue grabada por Julio Jaramillo, María Dolores Pradera, Rolando Laserie y Rocío Durcal. "El gallo tuerto” todavía arma escándalo en México y ahora, según me informaron, "La piragua" fue grabada por una orquesta sinfónica de Francia. La Billos Caracas Boys y los Melódicos de Venezuela, también grabaron varios temas míos, como "Navidad negra", "Las pitanderas" y "Palmira señorial".

- Muchas canciones suyas tienen un estilo literario esmerado, poco habitual en nuestra música popular.

- Eso se debe a que he leído mucho. Sin petulancia, le puedo hablar de Rulfo, Dostoievski, García Márquez, Nervo... Llegué hasta tercero de primaria, pero, apunta de lectura, aprendí mucho. Y eso, como usted loba dicho, se refleja en lo que escribo.

- Ahora compone menos que antes, ¿cierto?

- No, al contrario: ahora tengo más facilidad para componer. Yo podría hacer una canción cada dos días, si me lo propusiera, pero no es conveniente. ¿Por qué me pregunta eso?

- Es que usted dijo que al hombre le llega el día en que no puede vivir ni con las cosas ni sin ellas, y pensé que la música podría ser alguna de esas cosas.

- No, con la música no me pasa. Para la música todavía tengo vida.

Además, es otra cosa: los hombres nos ponemos viejos y morimos. La música sigue.

- Y ahora que usted se puso viejo, ¿qué piensa de la vejez?

- Me parece triste. Pero repito: queda la música, mi música. Hay un momento en que el hombre se deteriora por dentro y por fuera, como esas viejas casonas que llevan años deshabitadas, mientras que su capacidad de creación, como la vegetación que le brota a las casonas, florece cada vez más. Yo estoy en ese momento.

El Banco, enero de 1989.

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