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Morimos como vivimos: la antropología de la muerte

En diferentes partes del mundo los rituales funerarios tienen un significado y un impacto, tradiciones que nos permiten entender mejor a su gente y su vida.
Día de los Fieles Difuntos: la muerte desde una mirada antropológica
Foto: SAM PANTHAKY / AFP
Señal Memoria

Todos los caminos llevan a la muerte, el fin de las funciones vitales es la raíz de la experiencia humana. Las vidas más distintas —un hombre bogotano, una mujer Tuareg del Sahara y una persona tailandesa— desembocan en el mismo océano mortal. Aun así, este destino final único varía en cada contexto social e histórico, un evento social distinto según lo que se piensa de la muerte, cómo se prepara, los rituales a su alrededor y las ceremonias que le siguen en cada comunidad.

Sobre todo, la muerte, la gran pregunta humana por excelencia, varía en su relación con las personas que lloran, recuerdan y despiden a cada difunto. La muerte es la misma para todos y a la vez es infinita.

Los filósofos más reputados de Occidente y los primeros humanos en habitar la Tierra han tenido que lidiar con la misma pregunta: ¿qué es la muerte? Unos la han respondido como el fin total, otros como una transición hacia una nueva etapa. Los hindús creen en la reencarnación y en Haití llega como el paso de la vida material a la vida espiritual.

Más allá de las diferencias, una línea común que atraviesa la humanidad es la búsqueda de que la muerte sea una muerte buena, que el adiós a los seres queridos sea grato en medio del dolor, que se puedan expresar los sentimientos. Me refiero a vestir a los muertos antes de que entren al ataúd, de acompañarlos con sus pertenencias o con piedras preciosas, de enterrarlos o de quemarlos, de tomar y cantar o de guardar un profundo silencio.

Dice el antropólogo Bob Simpson que en el momento en que una persona muere, la comunidad crea una nueva realidad, que involucra a las personas, las memorias y los objetos, así como las relaciones sociales, ceremonias y creencias. La muerte es el fin del mundo, pero también es un mundo nuevo.

La vida humana está llena de transiciones y cada una tiene sus ceremonias específicas, ritos de pasaje presentes en el nacimiento, en el paso de niño a hombre o de niña a mujer, en el matrimonio. Y, cómo no, en la muerte. El filósofo presocrático Heráclito dijo así alguna vez, con sabiduría y belleza: “Inmortales, mortales; mortales, inmortales; viviendo la muerte de aquéllos y muriendo la vida de éstos”.

Es decir, los vivos y los muertos estamos muy cerca, en una relación que entrelaza estos ritos de transición que los vivos hacen para despedir a los muertos con la vida misma, que muere un poco, y con la muerte, que encuentra vida. Pero no nos vamos a quedar en citas e ideas abstractas, aterricemos en distintos lugares del mundo para entender mejor estos rituales funerarios, su significado y su impacto. Sobre todo, a través de estos rituales podemos aprender más de cada sociedad y su gente, pues en ellos viven los valores dominantes de cada comunidad. Además, estos rituales llegan en el contexto del siglo XXI, atravesados por la migración, la globalización y otras dinámicas que retan y transforman los rituales tradicionales.


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En Japón las tumbas son familiares, no individuales, según el código ie, que viene de finales del siglo XIX. Incluso cuando mueres no eres solo un individuo, sino parte de un colectivo. Pero, como señala la antropóloga Yohko Tsuji, los rituales han cambiado, en parte como resultado de la migración masiva que ha roto muchas unidades familiares y de lo caro que sale morirse solo: por usar un pequeño pedazo de cementerio quizás debas pagar hasta 500 millones de pesos, y eso si tienes la suerte de haberte ganado la lotería que te permite tener ese pedazo de tierra y pagar por él.

Hoy en Japón persisten los funerales caros, pero cada vez son más frecuentes funerales más baratos e incluso hay tumbas en las que distintas personas son enterradas a la vez para ahorrar dinero; otras formas de entierro incluyen tumbas debajo de árboles y botar las cenizas al mar. ¿Y si nadie te entierra? En Japón se le llama muenshi a las muertes solitarias y sin relación, en las que el cadáver solo es encontrado cuando el hedor alerta a los vecinos; más de 30.000 japoneses mueren así cada año. De la importancia familiar se pasa a la soledad máxima, en la que ni siquiera para morirte tienes a alguien que te acompañe.

Todos queremos volver a casa una última vez, así sea ya muertos. En el pueblo Igbo al sureste de Nigeria, las personas desean intensamente ser enterradas en su hogar, en el que muchas veces no viven como consecuencia de la migración a las ciudades, lo que demuestra la fuerza del arraigo en esta sociedad. El antropólogo Daniel Jordan Smith señala que, además de esta obligación de volver a casa, los funerales también son marcados por conflictos interpersonales, disputas comunitarias y expectativas de un gran gasto que es a la vez solidario y presumido; se espera, por ejemplo, que un funeral venga acompañado de una banda que toque música en vivo y de un gran banquete, entre otras expectativas.

Así, el pueblo Igbo no escapa a las dinámicas del capitalismo, que a la vez choca con nociones más antiguas de comunidad, parentesco y distribución. Es posible entonces que un funeral fastuoso cumpla con todas las expectativas y, aun así, genere resentimientos y rencillas entre familias por preguntas de cómo se generó esa plata, de por qué se acumula y de la relación entre quien se queda en la aldea y el que se fue a trabajar a la ciudad.

La muerte es como el sol, dijo François de La Rochefoucauld: no se le puede mirar directamente. Y como reflexionó Martin Heidegger, el verdadero fin no lo experimenta el muerto, sino los que quedan detrás. Pero no podemos experimentar la muerte directamente, continuaba Heidegger, apenas podemos estar cerca: o sea, no podemos mirar al sol a los ojos. Este es el marco desde el que nos acercamos a los sentimientos que surgen al enfrentar la muerte y desde el que se hacen los rituales funerarios.

El trabajo de Piers Vitebsky en el estado de Odisha, en India, muestra que los sora se conectaban con sus muertos a través de chamanes, para hablar sobre la enfermedad, el dolor y cómo manejar la herencia. Así, la muerte no sería el fin sino una transformación que permite otras formas de continuación. Pero Vitebsky muestra también que recientemente esto ha cambiado: los jóvenes sora se han alejado de esta cosmología y se han acercado al cristianismo, por lo que ahora no hay comunicación con los muertos a través del chamán sino que un sacerdote habla sobre el cielo a donde van a parar sus almas. Este quiebre en la relación con los ancestros ha traído tristeza para muchos sora y muestra, una vez más, que los rituales no son ajenos al paso del tiempo y a sus transformaciones.

 

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Occidente no queda al margen de estas preguntas. Como muestra Geoffrey Gorer, en Europa la idea de la muerte cambió tras la primera mitad del siglo XX y las dos guerras mundiales. Asociamos el negro como una forma de guardar luto, de mostrar dolor. Por eso, durante la Segunda Guerra Mundial, mientras caían más soldados ingleses, aumentaban las viudas de negro en las calles de Inglaterra. Aumentaron tanto que surgieron dudas: ¿Acaso era una mala señal para la moral pública que tanta gente estuviera sufriendo públicamente? ¿Cómo se iban a mantener altos los ánimos del ejército si la calle estaba tan llena de dolor? Así fue como la muerte se volvió algo más privado, el dolor se empezó a expresar más en casa que en la plaza.

De cierta forma, entonces, la muerte se ha domesticado en Occidente en los últimos siglos. Se ha vuelto un tabú, en palabras de Bob Simpson: privatizada, medicalizada y secularizada. La muerte moderna, afirma, es muy distinta a la muerte medieval. Para entender la muerte moderna, propone Simpson, hay que mirar hacia la medicina, qué significa la inmortalidad hoy y las políticas de la muerte. ¿Dónde vive la vida? Esa es la pregunta que plantea Margaret Lock en un contexto en el que la intervención médica y mecánica puede hacer que el cuerpo funcione, en el que hablamos de muerte cerebral y vida vegetal.

Según Lock, en Estados Unidos la vida vive en el cerebro, cuando este muere entonces muere la persona, mientras que en Japón la vida no se puede dividir: está en todo el cuerpo, por eso hasta hace poco estuvo prohibido el trasplante de órganos. La antropología de la muerte hoy también pasa, necesariamente, por la relación entre muerte y Estado. Desde la noción foucaultiana de biopolítica como administración de la muerte, llegamos a preguntas por la muerte en países donde el Estado mismo ha apuntado contra la gente para matarla o desaparecerla, lo que rompe muchas veces los rituales tan necesarios para procesar la pérdida.

Simpson resalta en sus conclusiones de su estudio sobre la antropología de la muerte: que la forma en que los humanos le dan sentido a la muerte está relacionada con la forma en la que viven. Nos queda entonces la pregunta abierta de cómo será morir en el futuro. Es una pregunta que nosotros mismos responderemos a medida que decidamos quiénes somos, qué valoramos y cómo queremos recordar a las personas que queremos y extrañamos cuando su vida acabe.

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