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Don Hernando Moreno: el reciclador de recuerdos y antigüedades

En la localidad de Santa Fe en Bogotá, hay un lugar en que los objetos posan como testigos mudos de un pasado que vamos olvidando.
Foto: cortesía
Richard Hernández

Al frente de su negocio de restauración de muebles y compra venta de antigüedades, ubicado en el barrio Lourdes de la localidad de Santa Fe, cuando el buen tiempo lo permite, se suele ver a don Hernando Moreno, sentado en una vieja silla, acompañado por Tango y Cachorra, sus dos leales perros, y de una pequeña gata llamada Sacha, a la espera de algún cliente.

La fachada de la casa, ubicada en la calle 4b con carrera 1, también sirve de exhibición para algunas ventanas coloniales. Un pequeño corredor, en donde se encuentran varios portones recostados en las paredes, es la entrada al lugar, atiborrado de objetos antiguos.

Don Hernando llegó a Bogotá con sus padres y hermana cuando era un niño. Ellos tuvieron que venirse de Ramiriquí (Boyacá) por causa de la violencia. En la capital del país se fue abriendo paso y, a los 12 años, ya era voceador de los diarios El Vespertino y El Espacio.

“Uno viene a la ciudad a improvisar con la gente. Con la venta del periódico me ganaba en esa época uno buenos centavos. Cuando uno va creciendo va mirando otros horizontes. Yo vi a un señor que estaba haciendo puertas y ventanas, Juan Tovar, quien ahora es mi compadre. Entonces empecé a trabajar la carpintería. Al comienzo hacíamos ventanas “arrodilladas” y eso se vendía bastante bien”, cuenta don Hernando.

Muchos de esos trabajos de carpintería se hicieron para el tradicional barrio de La Candelaria. En esa época no había tanta restricción para que los propietarios hicieran ciertas modificaciones a sus casas por algún deterioro. Sin embargo, ellos procuraban que dichos cambios no afectarán la arquitectura colonial. Ahora, para hacer ese tipo de modificaciones, se necesitan exigentes permisos que otorga la alcaldía de dicha localidad y otras entidades.

El primer local que tuvo don Hernando, como independiente, fue en el barrio Las Brisas. Allí estuvo 25 años. Luego se pasó a la calle 7 con carrera séptima en donde permaneció durante 15 años y en este último, lleva tres años.

“Nosotros compramos en las demoliciones la madera que se utilizaba en la construcción de esas viejas casas: vigas, planchones, tabla, portones, ventanas, y luego los modificamos. En ese tiempo en vez de estructuras de cemento y hierro, se utilizaba grandes vigas de abarco, que es una madera muy fuerte, que no se pudre, a la que se le daba un tratamiento artesanal. Anteriormente la gente casi no usaba clavos, sino que se ensamblaba con el sistema de cola de milano”.

A la par con ese trabajo, don Hernando, quien tiene dos hijos de su primera pareja, comenzó también a comprar objetos antiguos.

“Nosotros los latinos somos muy recursivos, si no se venden ventanas hay que tener otra entrada, lo antiguo siempre ha tenido buena demanda”, dice.

Entonces, con Marlen Fagua, su segunda “compañera” (como él la llama, porque nunca se casaron, aunque tuvieron tres hijos), comenzaron a vender antigüedades en algunas de las principales avenidas al norte de Bogotá.

Así estuvieron por varios años. Luego don Hernando empezó a diseñar con madera antigua una línea de baúles redondos y de mesa que tuvieron gran demanda. Cuando iban a venderlos al mercado de las pulgas, la gente comenzó a hacer réplicas, pero con pino porque salían más económicos. Lo mismo hicieron en el pasaje Rivas: copiaron la idea utilizando una madera más barata.

Cada mes, “cuando había platica” dice don Hernando, salían a recorrer pueblos cercanos en busca de estos particulares objetos.

También estaba pendiente de que, en las muchas iglesias que hay en el centro de Bogotá, renovaran sus mobiliarios para comprar esos trastos religiosos. Esto le permitió sostener a su familia y adquirir miles de objetos, los cuales reposan en los diferentes cuartos de la espaciosa casa en donde paga un millón cien mil pesos de arriendo.

Recorrer ese espacio es como visitar un museo que nos muestra un pasado y también nos recuerda cómo ha ido cambiando la tecnología: planchas de carbón, teléfonos de disco, despertadores, lámparas, máquinas de escribir, sacapuntas, grabadoras de casete, betamax, campanas, camas de bronce, espejos, baúles y cuadros, entre otros. Don Hernando no sabe exactamente cuántos objetos hay, a él lo único que le interesa es que la gente se maraville y compre alguna “cosita”.

También llaman la atención, en ese inventario inconcluso, un televisor de la época de Rojas Pinilla, dos ruedas de hierro de un carro de bomberos que era utilizado en el antiguo aeropuerto de Techo en Bogotá; una campana de una iglesia de Chipaque (Cundinamarca); un arado, imágenes religiosas de gran tamaño y tres anclas de barcos que fueron compradas en Medellín.

Además, resalta el taller de carpintería en donde don Hernando restaura y elabora los portones, ventanas, muebles, sillas, camas repisas, escaños y calados (perforaciones en madera). Asimismo, tiene arrendada una bodega a pocas cuadras del negocio, que le sirve para depositar los materiales que compra en las demoliciones.

“Acá se vende al estilo popular, por ejemplo, una romana (balanza) yo la vendo en 80 mil pesos, una puerta, depende de cómo la quiera el cliente, se puede vender en 800 mil. Pero hay gente como el fallecido Botero de La Candelaria, el de la calle 9, al que le vendimos muchos portones y manejaba otros precios. Él, como tenía la firma de Botero (nada que ver con el pintor), podía vender una puerta en dos o tres millones de pesos, porque tenía su sello”, cuenta.

Otra entrada eventual que tiene el negocio de don Hernando son las dos grandes cadenas de televisión nacional, a las que les alquila enseres para recrear escenografías de series que tengan que ver con historias del pasado. El precio depende del número de objetos. Hace como seis meses recibió dos millones de pesos de una de esas programadoras por 40 artículos.

Son más de 40 años que don Hernando junto a su “compañera”, se han dedicado a este oficio. Una labor que, como él dice, es para “fritar y comer”. Asimismo, asegura que es un trabajo en donde no ha podido tener una pensión a pesar de estar cumpliendo de alguna manera, una misión cultural. Además, como a una gran mayoría de colombianos, la pandemia también los ha afectado.

Por su parte, Marlen Fagua, a quien le gusta pintar las puertas y darles ese aire de antiguo, dice que el futuro del negocio es incierto porque no sabe si sus hijos van a continuar con el oficio. Solamente Juan Carlos siguió los pasos de su padre, pero él tiene su propio negocio.

“Cuando nos quedamos sin empleado por la pandemia, los hijos nos han ayudado en lo que han podido. Natalia y Daniela, que son muy buenas para hacer el calado, no permanecen mucho tiempo. Pero cuando a Hernando le dio un infarto, estuvieron muy pendientes. Uno de mis hijos estudió diseño gráfico y deja las cosas muy bien. De pronto al ver que no hay nadie le tocará poner el pecho. Hay que esperar a ver qué pasa porque Hernando ya está cansado”, dice.

Mientras tanto, el progreso seguirá derribando viejas casas, transformando barrios y llenando de grandes edificios la ciudad. Objetos como los que vende don Hernando reposarán en alguna mesa, repisa o en la biblioteca de algún moderno apartamento, finca o casa campestre, como testigos mudos de un pasado que poco a poco vamos olvidando.

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