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La maleta de Blas Emilio Atehortúa

El jefe musical de Radio Nacional escribe esta semblanza del fallecido compositor Blas Emilio Atehortúa, con testimonios inéditos.

Por: Jaime Andrés Monsalve B.

El jefe musical de Radio Nacional escribe esta semblanza del fallecido compositor Blas Emilio Atehortúa, con testimonios inéditos concedidos por el propio creador hace 11 años.

Todos los días desde principios de 2009, desde aquella ocasión en que una neuropatía lo dejara sin movilidad en las piernas, la rutina diaria del maestro Blas Emilio Atehortúa (1943 – 2020) iniciaba de la misma manera, con una sesión de fisioterapia.

“Ya casi puedo caminar por mis propios medios de nuevo”, me contaba por aquel entonces. Esa rutina finalizaba, de noche, con agotadoras sesiones de diálisis que sobrepasaban las 10 horas y a las que se fue acostumbrando a fuerza de padecerlas desde 2007. “Yo duermo conectado a la máquina aquí en la casa –aseguraba–. Al principio era molesto, pero ya logré habituarme leyendo, o viendo televisión”.

Fue una fortuna para su calidad de vida que ese mismo 2009 le fuera trasplantado un riñón en el hospital Pablo Tobón Uribe, de Medellín. Mientras aparecía el donante óptimo, al lado de la cama del maestro y de su esposa, Sonia Arias, siempre se mantuvo lista una maleta con todo lo básico para salir corriendo desde Bucaramanga hasta la capital antioqueña.

Fueron los ires y venires de la salud del compositor de Santa Elena, Antioquia, creador multipremiado y multibecado de genio ambicioso, una eminencia con amplio reconocimiento en los círculos clásicos de Venezuela y Argentina, a un nivel que contrasta en su propia Colombia, donde casi nadie habla de la cantata ‘Oda a la América de Andrés Bello’ ni del poema sinfónico coral ‘Cristóforo Colombus’, que le valió el primer premio de la Joven Orquesta Nacional de España a principios de los 90 y cuyo fallido montaje en Colombia, le determinó una gran decepción.

Acaso sea más fácil recordar la música suya que acompañó los lúbricos ungimientos de doña Inés y su sobrina Juanita en la recordada serie televisiva Los pecados de Inés de Hinojosa, una melodía inquietante para oboe y violonchelo que se convirtió en parte del mito del primer gran seriado erótico nacional.

Esa banda sonora le valió un premio India Catalina, probablemente el trofeo más sonado de entre decenas de becas y galardones algo más especializados. Esa y otras bandas sonoras, como la de la cinta Edipo alcalde de Jorge Alí Triana, y la de la serie Bolívar, el hombre de las dificultades, del mismo director, no son sino anécdotas para quien siente que su espacio de comunicación con el mundo está determinado por las formas tradicionales de la música seria.

“Aquello fue un trabajo más comercial, y no es mi interés vivir de eso –reconocía–. No extraño las bandas sonoras porque sigo metido de cabeza en lo sinfónico”.

Atehortúa nunca dejó de componer. Para las fechas en que dialogamos sobre su vida, hará cosa de diez años, se dedicaba a escribir un oratorio para dos coros masculinos, barítono solista, actor, órgano y orquesta. Muchos elementos para conjugar en una sola pieza, cuando los tiempos que corren indican que el exceso de recursos es el mayor enemigo de la música en vivo. Pero cuando se le preguntaba qué tan fácil será llevar a la escena este nuevo y faraónico emprendimiento, Atehortúa se mostraba tranquilo: “Todo lo que necesito, en Venezuela me lo dan”.

Desde finales de la década del 90, Atehortúa permaneció vinculado al plan de Orquestas Juveniles de Venezuela, a todas luces el semillero más exitoso de jóvenes exponentes de la música clásica en Latinoamérica, de cuyas filas han salido luminarias internacionales como el director Gustavo Dudamel y la pianista Gabriela Montero. A la distancia, el compositor fue docente y director de la Cátedra Latinoamericana de Composición.

En su calidad de académico, cientos de jóvenes músicos recibieron las enseñanzas que Atehortúa obtuvo en la década del 60 tras estudiar en el legendario Instituto Torcuato Di Tella de Buenos Aires, la cuna de las vanguardias artísticas latinoamericanas. Tan solo con enumerar los nombres de sus maestros de estudios avanzados de composición y orquestación, se explica que su nombre haya estado llamado a figurar entre esos grandes: Alberto Ginastera, Aarón Copland, Luigi Nono, Iannis Xenakis, Gerardo Gandini, Cristóbal Halffter. Todos ellos aportaron algo al lenguaje musical del antioqueño.

En Venezuela, el músico pudo tener a su disposición los medios para estrenar sus más ambiciosos trabajos. “No creo que Colombia se haya portado mal conmigo –decía–. Lo que sucede es que hay cosas que no funcionan del todo. Las orquestas en el país son buenas, pero no tienen la infraestructura para interpretar obras de compositores nacionales”.

Sonia, su compañera de toda la vida, es más incisiva: “Los conciertos a los que uno asiste indican que en las orquestas colombianas no hay concepto de contemporaneidad –cuenta–. Por eso, las obras de Blas suelen ser interpretadas una vez, y ya”.

La prueba máxima del legado de Blas Emilio Atehortúa para Colombia se traduce en su catálogo general de obras que sobrepasó el Opus 300 y que ha sido rigurosamente recopilado por la musicóloga Galina Likosova. Entre esas piezas sobresalen las premiadas Cantata Tiempo-Americandina Op. 69, Kadish Op. 107, sus cuartetos de cuerdas 4 y 5, y la Cantata Apu Inka Atawalpamar.

Todas ellas acusan un eterno interés en la vida y las tradiciones latinoamericanas que, en los últimos años, se ha extendido hacia otras vertientes como la literatura rusa y los textos sefardíes, así como hacia ciertas e ineludibles realidades nacionales. No por nada la existencia de su Réquiem del Silencio, Op. 143, para coro mixto y orquesta, ‘La memoria de Guillermo Cano y Rodrigo Lara’.

Como muchos de sus colegas nacidos para la música a mediados de siglo pasado, a inicios de su carrera le resultó imposible abstraerse de movimientos de vanguardia como los de la música electroacústica, programática o aleatoria.

“Ya no trabajo esos estilos –me contaba–. Ahora prefiero orientarme hacia lenguajes formales modernos en la armonía y en las tendencias técnicas. Yo a mis alumnos les enseño dodecafonismo, por ejemplo, porque les permite tener libertad; pero no les sugiero que compongan en ese estilo”.

Su aliciente mayor, por años, siguieron siendo sus alumnos y su irrefrenable creatividad, que le permitía trabajar de manera paralela en diferentes proyectos. “En un buen maestro, el pincel trabaja para varias obras”, era su filosofía de enorme optimismo.

Blas Emilio Atehortúa se ha ido, y esa maleta con la que pudo viajar hace unos años a Medellín en busca de darle un vuelco a su salud, es la metáfora de otra maleta, la que guarda su obra completa y que espera ser abierta del todo para que sus connacionales conozcan, por fin, la obra del último gran compositor académico colombiano.

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