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La tristeza de Leandro

Leandro Díaz nació y vivió sus primeros veinte años en la finca Lagunita de la Sierra, ubicada en la vereda llamada Alto Pino, del municipio de Barrancas, La Guajira.
Alberto Salcedo Ramos

Por: Alberto Salcedo Ramos

 

“Lo que es verdad bajo la luz de la lámpara,

no lo es siempre bajo la luz del sol”.

Franz Schubert

 

Foto: Luis Rodríguez Lezama.

–¿Por dónde empezamos, maestro?

–Usted dirá. Para mí no hay mal comienzo.

–Bueno, lo veo triste y es de eso de lo que quiero que hablemos.

–Eso de que soy triste me lo han dicho tres periodistas. Solo ellos me han visto así. Mis amigos, que me tratan con más frecuencia, no han pensado que sea triste. Soy ciego y hablo poco: quizá sea eso lo que me hace parecer así.

–Siendo ciego, sus canciones describen cosas que usted nunca ha visto. Son descripciones precisas, hermosas.

–Es porque he sido cuidadoso. Yo aprendí, desde niño, a diferenciar la sombra de los rayos del sol y a captar lo que hay entre ambas cosas. Cuando compuse “El verano”, había un árbol en la casa donde yo vivía. Era el único árbol que había allí. Y debajo de ese árbol me ponía yo todos los mediodías, porque corría un fresco sabroso que me hacía pensar cosas bonitas. Un día sentí algo caliente en la cara. Quise quitármelo de encima, pero esa cosa calurosa siguió pegada a mi cara: era el sol.

Entonces descubrí que llegábamos a la estación de verano y el árbol perdía su vestido, como dije en la canción. No necesité verlo para contarlo, pues lo que sentí fue suficiente. Al principio, las hojas caían en forma lenta. Después, más rápido. Unas me caían encima y las otras rodaban por el suelo. Yo me iba a quedar sin sombra y, sin embargo, eso no fue lo que me dio una gran tristeza. Lo que me puso triste fue pensar en el parecido de ese pobre árbol con el destino del hombre.

–¿Usted se propuso cantarle a ciertos elementos de la naturaleza como si los hubiera visto?

–No, ese estilo que usted menciona no me lo propuse de manera consciente. Salió, casi sin darme cuenta, de las cosas que me rodearon desde la infancia. Nací en una finca y en ella me crié hasta los veinte años. Esos primeros años de mi vida fueron de amistad con la naturaleza, de convivencia magnífica con las plantas, con los cereales, con la tierra desértica y también con la tierra buena, con los ríos y las brisas. Con todo eso que aparece en mis cantos.

–¿Usted cree que todavía tiene algo que decir sobre su ceguera?

–Es probable que sí, pues esta es mi realidad. De todos modos la ceguera no es tan importante para mí, aunque algunas de mis canciones digan lo contrario. A veces hasta se me olvida que soy ciego.

–No parece que se olvidara. ¿Es la ceguera la que lo hace triste?

–¡Ah, pero es que usted insiste en verme triste! Así como me ve ahora soy siempre. Es cosa de mi temperamento. Y, para que vea cómo son las cosas, fíjese que hace rato pasó un viejo amigo por aquí y me dijo: “¡Caramba, Leandro, qué mosquito te picó que últimamente andas más alegre!”.

Yo puedo ser triste, como lo puede ser usted, cuando existe el motivo de la tristeza. En el caso de que lo fuera, no necesariamente lo sería por estar sin vista. Mucha gente se sorprende de lo que he podido aprender estando ciego. ¡Fíjese usted en la cantidad de gente que puede ver y que sin embargo es más ciega que yo! Porque no ven las cosas como son, no analizan, no sienten o no saben vivir.

–¿Y usted sabe vivir?

–Algo he aprendido de lo que he vivido. La vida… la vida me ha enseñado a vivir.

Un ciego le adivina el futuro

Leandro Díaz nació y vivió sus primeros veinte años en la finca Lagunita de la Sierra, ubicada en la vereda llamada Alto Pino, del municipio de Barrancas, Guajira. Al principio, Leandro, el mayor de los hijos de Abel Duarte –quien se negó a darle el apellido– y María Ignacia Díaz, era muy torpe para andar por aquella maraña inmensa y reseca que era la finca, cundida de lomas peladas y cactus.

Sus hermanos corrían entre el monte, reventaban avisperos con piedras, perseguían a las gallinas cluecas. En cambio él apenas se movilizaba, con torpeza, cerca del rancho. Una vez escuchó, a distancia, los chillidos divertidos de sus hermanos, que jugaban con algo, y trató de reunirse con ellos. En su afán se deslizó por una zanja y estuvo a punto de romperse la pierna izquierda.

Caminó más bien tarde y, para aprender, sufrió mucho más de lo que suelen sufrir los niños en este proceso, pues, privado de la vista, sentía que jamás tendría el equilibrio para desplazarse por un espacio tan ajeno.

El Universo, con sus duros e incomprensibles objetos, era el principio y el fin de un temor que se le fue sedimentando en el corazón, haciéndolo caer en forma dolorosa contra el piso, aún a los siete años de edad.

Pero las dificultades, que hicieron de Leandro Díaz un niño aislado, miedoso y triste, no eran estrictamente físicas: Leandro trataba de imaginar cómo era ese sol que brotaba a espaldas de los cerros; oía hablar de la luna que abría caminos de luz en el monte y se preocupaba por saber algún día cómo era la figura de su madre, a quien creía muy bella por el tono de la voz. Nada de eso le pertenecía. Y él refugiaba su oculta ansiedad bajo un árbol de totumo, donde se recostaba todas las tardes a escuchar música.

Cuando sus párpados se acostumbraron al peso oscuro de la ceguera y pudo por fin conducirse sin tropiezos por entre los más intrincados matorrales, decidió ejercitarse en alguna actividad que lo mantuviera ocupado, para no seguir sintiéndose inútil.

Su padre, un agricultor que creía en los maleficios, se las había ingeniado para sacarle maíz, café y fríjol a una tierra árida donde, según las bromas de viejos parroquianos, las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar.

Tanto aprendió Leandro sobre el orden de su mundo, que no solo lo recorría palmo a palmo, al derecho y al revés, sino que incluso llegó a realizar trabajos insólitos para un ciego: destroncaba las malezas, con las manos o con machete, sin estropear una sola mata de café o de maíz; le ensartaba el hilo a la aguja de coser de su madre y ayudaba a su padre a recoger las cosechas. En esta tarea era tan eficiente que hasta vigilaba la calidad de los cultivos.

Su memoria se tornó más segura, más obsesiva con los detalles, lo que le permitía registrar situaciones o datos que para sus familiares pasaban inadvertidos y que él sacaba, como del cubilete de un prestidigitador, justo cuando eran de gran utilidad.

A los diecisiete años, después de escuchar a los trovadores que pasaban por la finca, a lomo de burro, cantando penurias laborales, noticias de muerte, picarescas reflexiones de la vida y del amor, compuso su primera canción, “A mí no me consuela nadie”.

Aquella canción que brotó de su alma casi sin darse cuenta, motivada quizá por los relatos de los vaqueros de la región, marcó su destino de hombre en la Tierra: a partir de ese momento, el Universo sería otra cosa gracias al canto. Y no solo el Universo. También él acababa de sufrir un cambio, sin duda el más importante de su vida.

Como le fastidiaba depender económicamente de un padre que no le había dado apellido ni a él ni a sus hermanos, hizo difundir un falso rumor que durante un tiempo le permitió sobrevivir con independencia: desde Barrancas hasta Manaure, pasando por Distracción, El Hatico, Fonseca, Villanueva, Urumita, La Jagua del Pilar y El Molino, por toda esa zona de la desértica Guajira, corrió la noticia de que en la finca Lagunita de la Sierra había un ciego que adivinaba el futuro, sin bola de cristal y sin la borra del café, cuya clarividencia superaba la de las gitanas.

Foto: Colprensa. Octubre 2017.

Las mujeres, que conformaban la mayor parte de su clientela, regaron por la región que al ciego le bastaba con pasar los dedos por las palmas de las manos de sus visitantes, para saber lo que les depararía el porvenir.

Leandro Díaz no daba abasto para atender a la clientela, que al principio se amontonaba en desorden y después, cuando ya sus poderes eran fama por todo el Magdalena Grande, organizaba largas filas para consultarlo. Para muchas mujeres, este hombre que hablaba despacio, con un tono neutral, mientras las sometía a una prolongada indagación dactilar y les decía cosas tranquilizantes, era la personificación de la inocencia y la sabiduría.

Sin embargo, Díaz tuvo que abandonar el oficio cuando la suspicacia y la hostilidad de los hombres de la región se convirtieron en una amenaza para su vida. Supo que había llegado el momento de hacer otra cosa cuando los hombres empezaron a desconfiar de la conducta de sus mujeres. Comprendió que había llevado demasiado lejos esta curiosa forma de la quiromancia y que ello era muy peligroso en esa comarca donde los antepasados establecieron hace mucho tiempo sus códigos de honor: las mujeres no fueron hechas, en definitiva, para averiguar aquellas cosas de sus maridos que ellos mismos no se atrevían a decirles, ni era propio de las buenas compañeras salir a entrevistarse con un hombre que, según se decía, les proponía pruebas innobles.

 

Déjeme contarle una historia

 

–Después de tanto pensar en la ceguera, ¿cómo la define?

–Es una forma de vida. Por eso uno debe tomarla como ayuda, no como estorbo. En mi caso, la ceguera ha sido también una forma de música. Porque el mundo de un ciego no es tan vacío, como la gente cree. Le pongo un ejemplo: aquí, en mi casa, se va la luz a cada rato. A veces se va de noche, cuando estoy dormido, y entonces mi mujer y mis hijos se pierden, no encuentran los rumbos de la casa ni saben llegar a la vela. Tengo que levantarme a resolverles el problema. ¿Qué pasa? Que ellos se pierden porque han vivido en el mundo de la luz y dependen enteramente de él. En cambio yo tengo que crear mi propia luz y tener dentro de mí los caminos de la casa. ¡Dese cuenta de que ser ciego también es una ventaja!

–Pero en sus canciones se habla más de las desventajas: usted habla de sufrimiento, de aislamiento, de soledad.

–Ya sé para dónde quiere ir usted. Pero, bueno, eso que dijo es verdad. Yo lo que quiero es que usted me entienda. A estas alturas, sé convivir con mi problema, lo cual no quiere decir que a veces no me incomode. Pero parece que usted no quiere creer que, en verdad, algunas veces se me olvida que soy ciego.

Déjeme contarle una historia: mi gran idea, desde cuando me hice muchacho, es que el hombre debe recorrer un camino, que hay un camino para cada hombre. Esas cosas las empecé a pensar con más insistencia cuando tenía diecisiete años, porque fue cuando revisé bien mis sensaciones y me dije: “caramba, Leandro, no hay más que hacer: eres ciego”. Pero enseguida tuve una respuesta: sí, soy ciego, pero para algo tengo que vivir y para algo Dios me tiene vivo. Esa fue la primera conclusión importante de mi vida: que Dios me tenía vivo para algo y yo debía averiguar para qué.

No perdí el tiempo: de inmediato empecé a tantear el espacio para ver si aparecía mi camino. Creí encontrarlo cuando me metí a adivino. En realidad, me divertía con las muchachas echándoles la suerte y en el fondo lo único que me interesaba era agarrarles las manos, porque de predicciones y cosas de esas no sabía ni pío.

–¿Y nunca descubrieron eso?

–Al contrario: entre más me consultaban, más sabio me veían. ¡Había que ver la fe que me tenían aquellas mujeres! Muchas veces les dije cosas que a mí mismo me parecían un desatino enorme, pero ellas las tomaron por verdad. Y como las creyeron, terminaron siendo ciertas. En mi tierra hay mujeres que no se echan la suerte con ninguna gitana, porque yo se las dije hace treinta, cuarenta años.

–¿Les cobraba por decirles cosas que ni usted mismo creía?

–No. Nunca cobré, a pesar de que entre mis intenciones figuraba la de ganarme la vida con ese trabajo. Ahora: es cierto que yo no sabía de brujería, pero trataba de aprender y de paso saber lo que es una mujer, porque ya estaba grandecito y si no me avispo nunca hubiera sentido en mi propia piel la piel de una mujer. En eso no hay egoísmo ni engaño sino desesperación. Aquí venían muchachas suspirantes, enamoradas, a retener un novio que se les escapaba y para compensar mi ayuda me daban un pañuelito, una loción o una flor. Nunca pedí más de eso. Después, cuando mi fama se creció tanto, venían mujeres ya hechas, pasadas de los treinta, y las de mi edad se fueron alejando. Por eso y por otras cosas me di cuenta de que allí no estaba el camino que Dios me había reservado.

–¿Cómo imagina usted a la mujer?

–Uno con el tacto puede dibujarla. Trato de averiguar si es dulce o fregadora, delicada o indelicada. O bonita. Esas cosas las averiguo a través de su voz, de su piel, de su aroma.

La voz de una mujer siempre ha sido mi encanto. Los hombres que pueden mirar se fijan en otras cosas y no les importa la armonía de la mujer con su voz. Yo conozco el canto de los pájaros que más bonito cantan y puedo decirle a usted que nada puede igualar la belleza de la voz de una mujer.

Mi oído es muy atento para buscar los sonidos agradables. Hoy, por casualidad, estuve en El Rincón, más allá de Media Luna. Sabroso: amanecí oyendo los pajaritos, las chicharras, las lechuzas, y me acordé mucho de mi tierra, la Guajira, tierra sin agua pero hermosa.

–Aparte de la voz, ¿hay otro elemento de la mujer que le llame tan poderosamente la atención?

–Sí, la piel. He descubierto que el perfume es perfume por la piel que lo lleva, no por su olor. Fíjese que el mismo perfume no tiene un efecto igual en todas las mujeres, porque cada piel es un mundo. Todo esto lo sé no por sabio sino por ciego.

Con una armónica se hace camino

En 1949, un amigo le regaló una armónica que se había ganado cuatro años atrás en Puerto López, Guajira, limpiando un barco alemán. Leandro recibió el obsequio con desgano, pensando que ese instrumento frío que cabía en una sola de sus manos no serviría para sus planes de sobrevivir con independencia, y lo guardó, sin probarlo, durante varios meses.

Un día, impulsado por el aburrimiento de no tener nada que hacer, decidió tantear la armónica y descubrió que sus sonidos eran similares a los del acordeón, el instrumento que él siempre quiso tener. Entonces resolvió alcanzar la perfección en su manejo y juró que a aquella armónica no le quedaría ni media nota por dentro que él no llegase a conocer.

Con dos mudas de ropa salió de la finca ese mismo año, dispuesto a granjearse el sustento a punta de melodías, pues ya había adquirido una gran pericia para manipular la armónica. Llegó a Tocaimo, en San Diego, Cesar, y allí ganó enseguida el cariño de todos los habitantes, a quienes sacaba de la monotonía con sus melodías.

A la orilla del río Tocaimo, que salpicaba las quince casas de la población, compuso “Matilde Lina”, una de sus más famosas canciones, y aprendió a tocar la guacharaca simultáneamente con la armónica, de modo que él, él solo, era casi una fiesta.

Todas las tardes, al llegar de sus parcelas, los hombres buscaban a Leandro para sacarse con sus melodías el cansancio incrustado en el cuerpo como un maleficio, y dejarse caer unos cuantos chorros de ron de caña. Díaz ejecutaba la armónica y la guacharaca al mismo tiempo. Y cuando llegaba el momento de cantar, sacaba rápidamente el instrumento de su boca y seguía entonces cantando y tocando la guacharaca, en una maniobra graciosa y diestra que se repetía hasta el final de la noche.

Tres años después, cuando llegó la hora de partir, dejó escurrir unas lágrimas, pues en el pueblo que iba a abandonar no solo vivió, según sus palabras, libre y feliz como el jilguero, sino que, además, allí le habían puesto de padrino de dieciséis niños y le habían entregado mucho amor.

A Chimora, un caserío cercano que después se convirtió en finca, llegó en 1952, a probar suerte por unos días y, casi sin darse cuenta, se quedó por tres años, con su oficio de aliviar las penas a domicilio. Desde el principio se hospedó donde Zoyla Fuentes, una mujer que pasaba de los cuarenta años y lo quería como a un hijo. La señora era dueña del único restaurante del pueblo, en el cual Leandro entonaba sus versos todos los mediodías para alegrar la digestión de los clientes, quienes le daban propinas, se lo llevaban a parrandear los fines de semana o le regalaban ropa.

Mucha gente acudía al establecimiento sin ganas de comer, atraída solamente por las notas de su armónica. Entrada la tarde, cuando se iba el último de sus admiradores, era cuando Díaz almorzaba. Solo tomaba la sopa y pedía siempre a la dueña del restaurante que le guardara el bastimento para la cena, a pesar de que ella insistía en que se lo comiera, que más tarde habría más, y le decía que él no le ocasionaba molestias sino beneficios.

La actitud maternal de la señora Fuentes fue lo que determinó la salida de Leandro hacía San Diego, en 1955, tras haber llegado a la conclusión de que ella le daba más de lo que él honradamente se ganaba con su armónica.

El credo de Leandro

–Bueno, hablemos de sus canciones…

–Sí, está bien. Pero primero diga que yo no acepto que las casas de discos me impongan temas, porque eso es absurdo. Ellos, los del negocio, saben cómo vender sus discos. Nosotros debemos saber cómo componer nuestras canciones.

–A usted nunca se le ha visto furioso y ahora parece estarlo.

–No tengo por qué negarlo. Es que me han tratado mal. En sesenta años de vida he escrito más de trescientas canciones, muchas de las cuales se siguen vendiendo bastante, y, sin embargo, aquí estoy… No, qué va, así no se puede. ¡Si usted supiera que por la canción que más me ha dado, “La gordita”, no recibí ni doscientos mil pesos, con todo lo que tuve que pelear para que me pagaran puntual! ¡En cambio, vea usted lo que ganan los temáticos de ahora!

–Maestro: pero usted es uno de los pocos trovadores viejos a quienes los intérpretes de hoy tienen en cuenta. No solo le piden canciones permanentemente, sino que también le regraban temas ya conocidos, como “La diosa coronada”.

–¡Qué bonito! ¡Todo eso suena muy bonito! Lo malo es que no pagan. La palabra exacta ya la inventaron. ¿Se la puedo deletrear? R-e-g-a-l-í-a-s. Y como se trata de regalías, creen que viene de regalo, como algo que se nos da a título de favor en vez de ser el pago de un trabajo que realizamos y que influye en el progreso de la gente. Ahora yo le pregunto a usted: ¿dónde están las entidades que defienden a los artistas?

–¿Por qué no hablamos de sus temas?

–Mis temas… mis temas son el hombre (lo que le pasa al hombre, lo que ese hombre piensa y hace) y la naturaleza. Yo mismo soy mi tema.

–A usted, a diferencia de la mayoría de compositores de su generación, le gusta más la reflexión que el relato.

–Es porque trato de cantar en la misma forma en que pienso. Todos los días de mi vida he dedicado largas horas a pensar en mí, en el destino del hombre. Me gusta hacer eso, quizá porque soy ciego. Todo lo que se me va ocurriendo es lo que después convierto en canto.

–Se supone que no es fácil componer así.

–No sé si es fácil o difícil, porque es mi estilo natural y nunca he ensayado con otro. Es posible que a otro músico le cueste trabajo emplear este método, porque en su caso no sería natural. En cambio, para mí es normal. Ya le dije: pienso las cosas y de tanto pensarlas se me vuelven cantos, como si eso no dependiera directamente de mí. Lo único que he hecho es ponerle música a mis sueños, a mis pensamientos, a mis angustias y a mis alegrías. O, mejor dicho, le puse música a mi vida.

–¿Cómo hace una canción?

–Le decía que lo mío es pensar y cuando pienso no sé si de esas ideas va a salir una canción. Lo de la canción viene después o puede no venir. Más tarde lo sabré.

–¿Cómo lo sabrá?

–Bueno, uno piensa cosas, pero no siempre las escribe. A mí los temas me dicen cuándo quieren que los cante.

–¿Usted cree en la inspiración?

Foto: Señal Colombia

–Sí, claro. Es eso que le acabo de decir: sentirse dispuesto a escribir una historia o un pensamiento. Ocurre en forma sorpresiva, cuando uno menos lo espera. Cuando eso ocurre, parece que uno no le debiera nada a Dios y estuviera en paz consigo mismo. Antes me pasaba con más frecuencia que ahora y, sin embargo, ahora me pasa más de una vez al mes. En esto influye mucho la gente que lo rodea a uno, el patio, el ambiente de la casa.

–¿No le cuesta trabajo grabar los versos en la memoria, o alguien le escribe cuando compone?

–¡Ah, eso, no! Yo no necesito secretarios y menos en algo tan personal como el canto. Yo soy mi secretario. Cada quien se defiende con lo que Dios le dio. Lo mío, además, es simple: hago la música y la letra al mismo tiempo, y cuando todo está hecho sigo cantando sin parar, y no se me olvida nada.

–¿Nunca le ha fallado la memoria?

–Hasta ahora no me ha fallado. Yo me sé todas mis canciones y en las parrandas se las puedo cantar una por una, sin repetir, y también le puedo cantar canciones que me sé desde hace años y que no son mías.

–Usted tiene, a propósito, una canción titulada “Mi memoria”.

–Sí, claro, a mí siempre me ha gustado cantarle a la memoria. Es que la Humanidad estaría perdida si no conservara la memoria. La memoria no solo debe servir para fijar imágenes o guardar información. La memoria es también un requisito para la creación. ¿Usted se imagina lo que sucedería si, de golpe, la Humanidad toda se quedara sin su pasado? ¿Qué sería lo que tendríamos que hacer para empezar la vida sin recuerdos?

Tres personajes en San Diego

San Diego, uno de los pueblos más productores de ganado del Cesar, está a solo veinte minutos de Valledupar, la capital. Sus habitantes, que celebran las fiestas religiosas de la Virgen del Perpetuo Socorro, el 16 de junio, y las de San Diego, el 13 de noviembre, conforman una tradición de conversadores insuperables que tienen en la palabra bien tratada una de las razones más importantes de su vida.

Al despuntar la noche, San Diego es un pueblo que vive en las terrazas de sus casas, donde la gente se recuesta con la mayor comodidad del mundo a hablar de todo y de nada, que es de lo que, según algunos de sus moradores, debe hablar todo conversador que se respete. En los bordes de las calles, refrescados por árboles de almendro y matarratón, los parroquianos esperan la hora del sueño afincados en sus asientos de cuero, relatando historias heredadas de sus antepasados, analizando con sus vecinos el futuro de las siembras o comentando los noviazgos difíciles del pueblo.

El Concejo Municipal de San Diego estudió en cierta ocasión la sugerencia de realizar un festival del asiento de cuero, encaminada a resaltar la tradición oral del pueblo, que es tal vez su característica más representativa. Aunque la propuesta no fue atendida, los sandieganos realizan este festival todos los días y lo matizan con hábitos tan simples pero de tanto calor humano, como el de ofrecerles tinto a todos los visitantes ocasionales.

Hace apenas diez años San Diego fue declarado municipio. Con una población de diez mil habitantes en la cabecera, comprende los corregimientos de Media Luna, Los Tupes, Los Brasiles, Tocaimo, Nuevas Flores y El Rincón.

La mayor parte de la población de Media Luna, que se encuentra sobre la Cordillera Oriental, está integrada por santandereanos que se vinieron huyendo de sus lugares de origen durante la llamada época de la violencia. Hoy, cuando han pasado casi cuarenta años, muchos de los precursores de aquel éxodo masivo han muerto, pero sus descendientes conservan un núcleo cerrado que trabaja la tierra sin desmayos, acepta desafíos de honor, masca panela y toma aguardiente.

En El Rincón, una vereda triste de solo diez casas, penó en sus últimos años el acordeonero Juan Muñoz, uno de los trovadores más representativos de la música vallenata. Los Tupes tomó su nombre de una antigua tribu indígena que habitó en ese lugar mucho antes de que existiera San Diego, mientras que el corregimiento de Nuevas Flores es comúnmente conocido como “El Desastre”, porque, según viejas leyendas, allí se desarrolló una de las batallas más sangrientas de la Guerra de los Mil Días. Algunos ancianos aseguran que aún hoy, arando las tierras, los campesinos encuentran proyectiles y pedazos de bayoneta. En todo este territorio los ricos se dedican a la ganadería y al cultivo de algodón, y los pobres, a sembrar maíz, yuca, fríjol y tomate.

Los personajes más queridos de San Diego son tres: Julio, “el gago”, que mantiene una cría de treinta perros criollos en su casa; “el viejo Ato”, un hombre entrado en años que se desayuna con cuatro plátanos verdes y un tazón de café sin azúcar; y Leandro Díaz, a quien se le quiere como a uno de sus mejores hijos, a pesar de que no nació allá.

Mejor que un valse

–Maestro: usted es uno de los pocos compositores que emplean la décima.

–Sí, eso es tradicional y a mí me gusta. También me gustan las estrofas de ocho versos. Los compositores de ahora no le jalan a ese estilo, que a mí me parece limpio. Ellos prefieren meter palabras por todas partes, pura palabrería, y el mensaje se pierde entre ese montón de escombros. Además, la décima no es comercial.

–Ya estamos tocando el tema de los compositores actuales.

–De ese tema no tengo nada que decir. O quizá sí, una sola cosa, que los compositores de antes teníamos temas: las brisas, los ríos, el trabajo en el monte, la mujer. Los de ahora no tienen temas, sino que son temáticos. Siempre le cantan a un amor que es perverso, a un río que no tiene agua, a una mujer que se marcha, a una misma cosa obsesiva y casi siempre ficticia.

–¿No le gusta que el compositor invente historias?

–Si solo inventaran las historias no habría tanto problema. Pero es que uno ve que ellos inventan cosas peores: inventan las frases, inventan unos enredos con los que quieren reemplazar las verdaderas historias. Sus canciones todas son un invento. Al final de su cháchara aparece el vacío. Allí no hay nada dicho. Yo no critico a los compositores que inventan historias. Después de todo, cada quien elige si quiere inventar o cantar cosas sucedidas. Lo importante es hacerlo bien, en cualquiera de los dos casos. A mí, particularmente, no me importa un tema que no me haya sacudido.

–¿Cuáles son sus mejores canciones?

–Creo que son “El verano”, “Dos papeles”, “La diosa coronada” “Matilde Lina” y “A mí no me consuela nadie”. Esta lista cambia con frecuencia. Depende del ánimo que tenga en el momento y de los recuerdos de esos temas. Hace una semana mencioné “El verano”, “Soy”, “Debajo del palo de mango”, “Olvídame” y “Yo comprendo”. Usted debió darse cuenta de que solo “El verano” aparece en ambas listas. Esa canción siempre está entre mis favoritas.

–¿Cómo han nacido sus principales canciones?

–Todas mis canciones han nacido de la misma manera. Pienso en algo y, si cuaja, después se me vuelve canción. Otra cosa es la historia. “Matilde Lina”, por ejemplo, dice su origen en la primera estrofa. El origen de “La diosa coronada” está en El amor en los tiempos del cólera, la última novela de Gabito.

–¿Usted leyó ese libro?

–Para serle sincero, no. Mis hijos han empezado a leérmelo varias veces, pero no han terminado. Ese es un problema que tengo con ellos, que cuando están chicos me leen de todo: periódicos viejos, hechos históricos, pensamientos de los sabios antiguos. En cambio, cuando crecen ya no quieren leerme nada, porque se la pasan todo el tiempo en la calle.

–¿Por qué cree que Gabriel García Márquez escogió dos versos de esa canción para el epígrafe de la novela?

–Yo creo que Gabo no solo utilizó dos versos (“En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”), sino toda la historia. Y para mí es un honor grandísimo. Él pudo encontrar estrofas más dicientes que esa, de otros autores, pero se decidió por la mía y es algo que tengo que agradecerle. Después de ese epígrafe, mi vida cambió un poco. Aunque también, pensándolo bien, pudo ser que a Gabriel lo marcó mi canción.

–¿En qué forma cambió su vida después del epígrafe?

–Pues antes era un compositor apenas conocido por estudiosos del folclor y por amantes del vallenato. Algunos periodistas, como Germán Castro Caycedo, venían a mi casa a emborracharse y a escuchar mi repertorio. No eran muchos los que me conocían en Colombia. En cambio, ahora viene más gente. Y de todas partes. Una vez llegaron unos europeos para que les cantara el valse “La diosa coronada”, y yo les dije que tenía una canción con ese nombre pero que no era valse sino vallenato. (Lo que pasó fue que Gabito les tomó el pelo en el libro). Lo importante para mí es que ellos la oyeron en vallenato y se fueron más contentos que si la hubieran oído como valse.

Leandro, Helena y Nelly

Desde el principio, los sandieganos simpatizaron con el trovador ciego que, de casa en casa, decía los buenos días en verso, y luego, con su canto, pasaba revista todas las tardes, cuando los hombres habían vuelto de sus ocupaciones y deseaban descansar.

Leandro recibía las colaboraciones con la misma espontaneidad con que le eran entregadas, pues, aunque su propósito era sobrevivir con el fruto de ese trabajo, nunca cobró, fiel a su convicción de que los asuntos del espíritu no deben tener tarifas. Así, quienes podían darle una cabra, le daban una cabra; quienes estaban en capacidad de premiarlo con unas monedas, le daban unas monedas. Pero si alguien no poseía más que su sonrisa, esa sonrisa era suficiente.

Al poco tiempo de haber llegado a San Diego conoció a los tres célebres guitarristas que desde entonces lo acompañan a parrandear: Hugo Araújo, Juan Calderón y Antonio Brahim, quienes aparecen en varias de sus canciones, y, simultáneamente, organizó un conjunto de acordeón con el legendario Antonio Salas, hermano del viejo Emiliano Zuleta. Pero con Toño Salas las parrandas eran menos frecuentes, debido a que este vivía en El Plan, Guajira.

Con la creación de estas agrupaciones, Díaz tenía más posibilidades de ganarse la vida. Pero en realidad casi siempre le pagaban con especies que se consumían en el mismo sitio de trabajo: ron y chivo asado. De modo que volvía a casa como había salido, con apenas unas cuantas monedas más en la mochila.

En una de esas parrandas encontró la voz que cambió el curso de su vida: la voz de una mujer que se le acercó para pedirle una canción. Se llamaba Helena Clementina Ramos y lo de la canción había sido solo un pretexto para acercarse a él, después de haberlo pensado tanto en los últimos días. Leandro le respondió que no tenía ningún inconveniente en cantarle la canción, siempre y cuando estuvieran los dos solos, y ella le dijo que estaría pendiente en la ventana, por la noche.

Helena estuvo esperando en la ventana hasta las tres de la madrugada, cuando apareció él, acompañado por sus guitarristas, y entonó “A mí no me consuela nadie”, la canción que ella le había pedido por la tarde. Hablaron. Se tomaron de las manos. Y después, según Hugo Araújo, Leandro dijo que había que seguir bebiendo por lo menos dos días más, porque apenas ahora, a los veintisiete años, había conseguido su primera novia oficial.

Se casaron en 1955 y en treinta y tres años de convivencia han tenido cinco hijos, pero no recuerdan haber discutido en forma grave, a pesar de que Leandro, poco después de haber conocido a Helena, se enamoró de Nelly Soto, otra mujer de San Diego, con quien tuvo tres hijos.

En la actualidad, convive con ambas mujeres, aunque duerme siempre en casa de Helena, en el barrio Niño Jesús. Por las tardes visita a Nelly Soto, al otro extremo del pueblo, en el sector de Las Flores. Cuentan sus vecinos que algunas veces Leandro ha olvidado la visita a Nelly Soto, y su propia esposa le recuerda la obligación de ver a los otros hijos y llevarles algo para que no se sientan solos.

Cuando sus amigos van a la casa a buscarlo, la respuesta invariable de Helena es “está allá abajo”, que es como ella identifica las salidas de Leandro hacia donde su segunda mujer. Un par de gemelos que Díaz tuvo con Helena se alternan la tarea de conducirlo todas las tardes adonde Nelly Soto.

Para nadie en San Diego esta situación es anormal y tampoco nadie la ha calificado jamás de concubinato, porque la palabra parece muy grosera para referirse a lo que Díaz y las dos mujeres han conseguido: una convivencia perfecta, a toda prueba. A menudo, las mujeres intercambian viandas y obsequios, que el propio Leandro se encarga de transportar.

Vamos a pintar

–¿Qué es lo que más le gusta?

–Escribir canciones y cantárselas a mis amigos en las parrandas.

–Si tuviera que escoger entre su vida y sus canciones, ¿con qué se quedaría?

–Mis canciones son mi vida.

–¿Y la familia?

–Ah, esa es la otra parte importante de mi vida. Tengo ocho hijos y cinco nietos. Y eso, junto con mis trescientas canciones, será lo único que dejaré.

–¿Qué es lo que más recuerda de lo que ha aprendido?

–Que uno debe poner su vida en todo lo que hace, y no solo en las cosas que más quiere, para que todo salga bien.

–¿Hay alguna pregunta que a usted le gustaría responder y que nunca le hayan hecho?

–Bueno, sí. Ya que usted ha insistido en que soy una persona triste porque lo ha escuchado en alguna de mis canciones, ¿por qué no me da la oportunidad de hablar de la felicidad?

–¡Buena idea!

–La felicidad es una inquietud que todos tenemos. ¿Y cuántas veces no pasamos por alto la felicidad? Por ejemplo, ahora, hablando con usted, me siento feliz. Creo que usted también siente lo mismo. Y, sin embargo, probablemente no nos habíamos dado cuenta antes de que estamos felices.

–¿Cómo define la felicidad?

–Le digo que la felicidad es pintada por el hombre. Si uno está en paz consigo y con Dios, limpio ante el mundo, está feliz. Lo que pasa es que esta situación cada quien la pinta y la ve a su manera, porque la felicidad no es una figura única para todo el mundo, una figura que todos podamos ver a la misma altura, como una estrella, por ejemplo, y decir: “caramba, aquello que se ve allá es la felicidad”. No, la felicidad es creada por el hombre.

–¿Ya usted creó la suya?

–He vivido muchos momentos agradables y de todos ellos he creado mi felicidad. A veces no soy tan feliz como quisiera, pero estoy vivo y estar vivo es lo que se necesita para pintar la felicidad.

San Diego, marzo de 1988