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Memorias de Álvaro Díaz Manrique, un rockero muy rolo: cuarta parte

En esta oportunidad Álvaro Díaz Manrique evoca los recuerdos de Colinox Unidos y el ciclo de conciertos del Teatro Popular de Bogotá.

En los episodios anteriores, Álvaro Díaz Manrique recordó la fulgurante visita de Bill Haley al Teatro Colombia de Bogotá, evocó sus días adolescentes en las barras del centro, nos contó los eventos que precedieron a la fundación de Los Young Beats y volvió sobre los pasos de su oficio como disquero y productor radial. En la cuarta parte de su memorial rockero, nos cuenta la historia de Colinox Unidos y el ciclo de conciertos del Teatro Popular de Bogotá.

Colinox Unidos

Siempre me ha gustado bautizar lo nuevo. Y he tenido cierta facilidad para ponerle nombres a las cosas. Eso sucedió con Colinox Unidos. Atendiendo a la identidad de la palabra colino, con la que en ese entonces nos llamaban los de la acera del frente, debo aclarar que en la jerga bogotano-migrante hacía referencia a quien andaba enajenado, loco, ido, ausente. Aun hoy es una palabra socarrona que designa a las personas dadas a fumarse sus tabacos de marihuana. En aquellos años, para nosotros significaba algo muy puntual: juntos en plan diversión. Y aunque esa imagen –la de los melenudos de atuendos raros, amén del sambenito la hierba- era lo único que se resaltaba, nosotros estábamos convencidos de que podíamos hacer una labor con el rocanrol. Lo demás eran adehalas que nos regalaba “la cobarde envidia”. Permítanme rememorar mi encuentro con Humberto Caballero Martínez, el otro vértice de ese triángulo que fue Colinox Unidos.

Caballero era un verdadero vendaval de actividad sin descanso, quien luego de un aparatoso accidente en bicicleta –que, por cierto, cortó una prometedora carrera deportiva- dejó su natal Ubaté y en la búsqueda de un servicio de salud idóneo, fue a Bogotá donde se quedó a vivir. Mi encuentro con él fue mercurial y sucedió en las Residencias Colseguros de la calle 26 con carrera 10. Allí en ese lugar, el ubatense tenía un pequeño local con afiches como pretexto y la publicidad del cine como trabajo fundamental.

La vez que vi esa vitrina tuve una intuición. Sin preámbulos me presenté y le hablé de una idea que teníamos con Edgar Restrepo Caro. En vista del penoso final de Zodiaco Discos, apenas había campo para un nuevo socio. Así que, teniendo en claro que el show debía continuar, le invité a participar en la nueva aventura. Con lujo de detalles, de ilusiones y de esperanzas, le expuse el propósito: le hablé de una empresa con programas de espectáculos con programas de radio y conciertos. Humberto no puso reparo alguno: mi carreta le sonó convincente y la propuesta le dio confianza. Él tenía contactos administrativos con salas de cine y, además, gozaba del aprecio y la confianza de las directivas de El Tiempo, especialmente de Hernando Santos. Ese espaldarazo nos convenció definitivamente. A partir de ese momento y hasta su muerte, Humberto y yo fuimos amigos y socios incondicionales.

Foto: Columna de Fuego en el TPB

Nuestros caminos tenían derroteros paralelos y eso incidió positivamente para que se consolidará un empeño que no tuvo libros, ni perteneció a cámara de comercio alguna y que se fundamentó en el compromiso de la palabra y el amor por el propósito de hacer bien las cosas.

Colinox Unidos era, básicamente, una empresa dedicada a la organización de conciertos, la realización de programas de radio, la edición de una revista dedicada al rock y al cine, además del estreno exclusivo de películas musicales. En esto último, nos inventamos una estrategia que dio buenos resultados: como abrebocas a la función del filme, invitábamos a diferentes grupos emergentes, quienes, además de ayudarnos en la promoción, mostraban su trabajo. Eso sucedió en los principales teatros de la capital.

Los conciertos sabatinos que se llevaban a cabo en pequeños teatros de la ciudad eran en la mañana. Tuvieron gran acogida, gracias a que, entre otros asuntos, los programas de radio tenían una audiencia que se reflejaba en la boletería. Alcanzábamos a recoger dinero para las necesidades básicas: transporte, el alquiler del teatro y el pago de los músicos. Si quedaba algo extra, esas utilidades se convertían en una especie de bonos para nosotros, los organizadores. Algunas veces nos tocó salir de los teatros y hacer los conciertos al aire libre. Recuerdo especialmente uno en el barrio Quiroga en donde improvisamos una tarima en un escenario deportivo. Bueno fue el camioncito F250 –como los identificaban los del gremio transportador- en cuya parte trasera logramos montar a Columna de Fuego en su original formato de trío y Los Apóstoles del Morbo. El dueño del vehículo –que incluso llegó a Medellín en otras fabulosas aventuras- le perteneció a Hernando Suárez.

Dos propósitos más de Colinox Unidos fueron relevantes para la historia musical de Bogotá y tuvieron respuesta en todos los sentidos. Por una parte, echamos a andar los Lunes Musicales del TPB, un ciclo de conciertos que tuvo dos temporadas entre 1971 y 1972. Fue un esfuerzo continuado que tuvo varios mecenas, muchas manos voluntarias y gente sin ningún afán pecuniario.

Roberto Fiorilli, quien fue hombre de teatro en sus comienzos artísticos, conocía a Jorge Alí Triana y logró conseguir una cita con él. Allá llegué con mi socio espiritual Edgar Restrepo. De la misma manera que años atrás había sucedido con Alfonso Lizarazo, Pedro Schambon y otros personajes, mi verbo y el convencimiento de que éramos capaces de hacer lo que nos proponíamos, abrieron para nosotros las puertas del Teatro Popular de Bogotá.

Las bandas que programábamos y el compromiso, garantizaron la supervivencia de nuestra osadía en el TPB. La jornada empezaba religiosamente el lunes en la mañana cuando íbamos en aquel camioncito a recoger guitarras, bajos, baterías y amplificadores en distintos lugares de Bogotá. Al final del día, luego de una gala de dos horas, retornábamos los instrumentos al mismo lugar donde habíamos hecho su acopio. Aunque era extenuante, ese trabajo nos prodigó horas absolutas de felicidad.

La otra satisfacción fue el Festival de la Primavera que organizamos en Lijacá –en ese tiempo, una zona rural de Bogotá-, los días 19, 20 y 21 de marzo de 1971. Con decisión y total entrega, sacamos adelante el propósito aún con muchas dificultades técnicas por delante. Para ello fue clave promocionar el concierto en la radio a través de nuestros programas, repartir volantes en la Calle 60 y el Centro, además de una pequeña ayuda de amigos entusiastas como Gustavo Arenas y Gustavo Hincapié, quienes construyeron la tarima. El precio de la entrada fue de siete pesos. Llovió. Aún recuerdo los buses expresos llenos de peludos y expeliendo volutas de humos azul.

No puedo concluir este apartado sin dejar de mencionar las bandas que tuve el placer de presentar en esos días agitados. Entre ellas están, por ejemplo, Terrón de Sueños –por quienes siempre manifesté gran cariño y afecto-, La Banda del Marciano, La Gran Sociedad del Estado, Szavesta -el primer y único grupo de rock femenino de la época-, Los Apóstoles del Morbo, Illa y sus Hermanos, Malanga y, especialmente, La Columna de Fuego, poderosa agrupación que inauguró la temporada en el TPB y se presentó en cinco ocasiones más y en diferentes formatos: trio experimental, cuarteto de blues y quinteto de fusión. Al término de la segunda temporada hizo su aparición Las Ratas Urbanas, una agrupación integrada por Mario García, Edgar Restrepo y quien esta línea escribe.

Foto: Szavesta en Lijacá

De cómo jugamos fútbol en el estadio El Campín en memorable encuentro contra los redactores deportivos -con el arbitraje de Fernando González Pacheco incluido- y el auge y caída de la revista RockCineMundo, serán los temas de nuestra próxima entrega.

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