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La diplomacia colombiana antes y después del 11-S

Este artículo resume la conversación con el internacionalista Mauricio Jaramillo en el programa ‘El Mundo es un Pañuelo’.
Foto: ROBERTO SCHMIDT / AFP
Carlos Chica

Los atentados terroristas del 11-S de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono determinan el momento en el cual el conflicto armado interno de Colombia se cruza con la guerra global contra el terrorismo. La política exterior ha oscilado entre la diplomacia para la paz o la seguridad nacional, y contra el narcotráfico y el terrorismo.

En 2001, la sociedad colombiana tenía muy baja su autoestima. Casi dos millones de colombianos habían salido del país presionados por la crisis económica de 1998, el escalamiento del conflicto armado interno y la percepción generalizada de que la Fuerza Pública era incapaz de contener los atentados a la infraestructura; los secuestros masivos de civiles, militares y policías; y los asaltos a poblaciones como Mitú, en donde el cuartel de Policía fue destruido, los uniformados sobrevivientes se rindieron desarmados y las Farc-EP los tomaron como rehenes y los secuestraron en la selva.

En septiembre de 2001, se mantenía la extensa ‘zona de distensión’ que el gobierno del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) había pactado con las Farc-EP para concentrar a las fuerzas guerrilleras durante las negociaciones para una salida política al conflicto armado que, por diversas razones, no habían sido exitosas con esa guerrilla durante los gobiernos de Belisario Betancur (1982-1986), Virgilio Barco (1986-1990), César Gaviria (1990-1994) y Ernesto Samper (1994-1998).

El proceso del Caguán —sede de los encuentros— estuvo arropado por la bandera de la ‘Diplomacia para la Paz’ que Pastrana impulsó con el apoyo y acompañamiento de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y las Naciones Unidas. El objetivo fue poner fin a la pesadilla del conflicto armado y ejecutar un Plan Marshall a la colombiana, durante el postconflicto. Eran los tiempos de la gira conjunta de las delegaciones del Gobierno y de las Farc-EP por varios países europeos, buscando legitimar la Mesa de Negociación, recaudar fondos e identificar políticas y estrategias que pudieran adaptarse al contexto colombiano.

La ‘Diplomacia por la Paz’ de Pastrana tenía antecedentes relevantes. Durante el gobierno de Belisario Betancur, Colombia jugó con todas sus cartas en el Grupo de Contadora —conjuntamente con México, Venezuela y Panamá— promoviendo acuerdos para el cese de los conflictos armados en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, mientras exploraba sus propios caminos y escenarios de negociación con las guerrillas colombianas.

En el cuatrienio de César Gaviria, por primera vez guerrilleros colombianos pisaron territorio de otro país, con la venia del gobierno de Colombia, para adelantar negociaciones con delegados de las Farc, del Eln (Ejército de Liberación Nacional) y del Epl (Ejército Popular de Liberación), primero en Venezuela, y luego en Tlaxcala (México).

En el gobierno de Ernesto Samper, aunque la política exterior estuvo confinada por el escándalo de la financiación de su campaña por parte del Cartel de Cali, Colombia abrió las puertas a la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la observancia de los Convenios de Ginebra y el Protocolo Adicional. Así se vinculó el conflicto interno con el Derecho Internacional Humanitario.

Samper estableció una relación fluida con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; ésta recomendó una Comisión de la Verdad para investigar la masacre de Trujillo, en el Departamento del Valle. Ante las conclusiones de la Comisión, el Estado colombiano reconoció, por primera vez, responsabilidades por omisión.

La ‘Diplomacia por la Paz’ de Pastrana tomó forma con el Grupo de Países Amigos (Cuba, México, Venezuela, Francia, España, Noruega y un Enviado Especial del Secretario General de la ONU) y con el Plan Colombia, éste último diseñado con los Estados Unidos para fortalecer las capacidades institucionales del Estado y recuperar el control militar en territorios controlados por grupos armados ilegales y sembrados con hoja de coca y amapola, para la producción, comercialización y exportación de cocaína y heroína.

En la agonía de su gobierno –en plena campaña para las elecciones legislativas y presidenciales de 2002– Pastrana rompió las negociaciones cuando guerrilleros de las Farc-EP obligaron al piloto de un avión de vuelos nacionales a aterrizar en una carretera del departamento del Huila, para secuestrar al congresista Jorge Gechem Turbay. Poco después, fueron secuestradas la candidata presidencial Ingrid Betancur y su compañera vicepresidencial, Clara Rojas.

Pastrana ajustó el rol de la ‘Diplomacia para la Paz’ al denunciar ante la comunidad internacional que la zona de distensión se había convertido en un santuario para esconder a los secuestrados y para los cultivos de uso ilícito y solicitar que se desconociera el estatus político de la guerrilla. México dio el primer paso, lo que constituyó un golpe muy duro para las Farc. Vinieron luego las listas de organizaciones terroristas, tanto en Estados Unidos como en Europa.

Al llegar al poder en 2002, Álvaro Uribe entendió la diplomacia como una ventana de oportunidad para su política de seguridad democrática, cuya principal herramienta militar fue el Plan Patriota, segunda fase del Plan Colombia, considerado como la ofensiva más intensa del Estado colombiano contra las organizaciones armadas, especialmente contra los comandantes del Secretariado de las Farc.

El Plan Patriota significó el abandono de la política de negociación con las guerrillas, a las que se despojó de cualquier estatus político y se les consideró organizaciones terroristas a las cuales el Estado podía combatir incluso con métodos ilegales —como el pago de recompensas a un guerrillero que asesinó a su comandante, le cortó una de sus manos y la trajo como prueba de la misión cumplida—.

Aunque la ofensiva contra las Farc-Ep era justificada por la población atemorizada, cansada de los atropellos y de la arrogancia de los jefes guerrilleros que se sentían con derecho a negociar la rendición del Estado, Uribe se empoderó de la peor manera: debilitó la institucionalidad creada en la Constitución de 1991; cooptó a buena parte de quienes podían hacerle control político; acusó a líderes partidistas, a periodistas, a medios comunicación y a defensores de derechos humanos de ser aliados del terrorismo o de servirles de caja de resonancia. Durante su Gobierno ocurrió el mayor número de ‘falsos positivos’ –ejecuciones extrajudiciales de civiles a quienes se presentó a la opinión pública como guerrilleros dados de baja en combate con las Fuerzas Militares—.

Uribe rompió con la visión precedente que distinguía entre la insurgencia armada y los carteles de la droga, de los cuales la guerrilla recibía contribuciones o tributos. En adelante, serían un cartel más de narcotraficantes y una organización terrorista equiparable a Al Qaeda. En la época de Uribe era rentable vincular conflicto armado y narcotráfico para justificar recursos en la lucha contra la subversión y el narcotráfico.

Durante el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) se retomó la idea de que narcotráfico y conflicto armado son dos problemas distintos, aunque relacionados. Uno de los puntos centrales de los acuerdos de La Habana fue sobre el problema mundial de las drogas. Se reconoció el narcotráfico como uno de los males sociales que tiene Colombia, pero no necesariamente equiparable con el conflicto armado.

Durante los ocho años del gobierno de Santos, Estados Unidos, la Unión Europea, Cuba, Chile, Venezuela, Noruega, Ecuador y las Naciones Unidas, entre otros, participaron como mediadores y facilitadores de las negociaciones o como garantes de los Acuerdos para poner fin al conflicto armado, reincorporar con garantías a los excombatientes de las Farc-Ep, construir la paz en los territorios impactados por el conflicto, profundizar la democracia local y avanzar hacia la muy esperada reforma rural integral.

Hoy, aunque pesa mucho la estrategia antinarcóticos, la política exterior de Washington no es monolítica sino diversa. El gobierno de Joe Biden parece más cercano a la agenda de los derechos humanos y cohabita con sectores pragmáticos interesados básicamente en que Colombia deje de ser el principal proveedor de cocaína en las calles de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, sectores de la sociedad civil se movilizan por los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario y presionan a los congresistas para que legislen sobre el cambio climático, el comercio justo y los procesos migratorios.

Con el gobierno del presidente Iván Duque, la política exterior de Colombia ha puesto de nuevo su foco en los temas de la seguridad y Defensa ante amenazas externas, que el gobierno atribuye a la presencia en el vecino país del Eln y de disidencias de las Farc-Ep o un sector de ellas, presuntamente protegidas por el gobierno de Nicolás Maduro, con quien no se tienen relaciones y se le mantiene un cerco financiero, comercial, judicial y diplomático liderado por Estados Unidos, el Secretario General de la OEA y varios países de la región, entre ellos Colombia y Chile.

Poner el foco en la seguridad y la defensa y énfasis en Venezuela puede constreñir la política exterior de Colombia. El gobierno necesita restablecer la confianza con el Partido Demócrata y el Departamento de Estado. El año pasado, líderes del partido de gobierno auparon públicamente el respaldo a la candidatura de Donald Trump y a la prensa se filtraron conversaciones entre el entonces embajador (Francisco Santos) y la nueva canciller colombiana (Claudia Blum) en las que se descalificaba la diplomacia del Departamento de Estado.

El nombramiento de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez como Canciller y el regreso como embajador a Washington del exministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, son decisiones apropiadas para deshacer los entuertos y abrir la agenda con el Congreso, el Departamento de Estado y la Cámara de Comercio colombo-estadounidense.

América Latina no está del todo entre las prioridades de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. La estrepitosa salida de Afganistán, la atención a la pandemia, a la crisis migratoria y al cambio climático, así como los desafíos que plantean las siempre inciertas relaciones con Rusia, China e Irán, entre otros, no dejan mucho margen de acción frente a la región. En el poco resquicio que nos queda, Colombia debería retomar con los Estados Unidos y Europa, la agenda de la paz, el problema mundial de las drogas, los derechos humanos y el comercio intrarregional que, tras haber perdido a Venezuela, es hoy muy pobre. 

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